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Enrique de Diego

La cobardía de Arzalluz

Las próximas elecciones vascas son en buena medida, como ya lo fueron las pasadas generales en el País Vasco, un pulso entre Jaime Mayor Oreja y Xabier Arzalluz. Lo curioso es que Arzalluz no se presenta a las elecciones. Se escuda para ello en la bicefalia esencialista que sitúa al partido como el detentador de la ortodoxia pura –un conjunto de toscos prejuicios racistas de un pensador de octava como Sabin— mientras el lehendakari y sus cargos han sido, son y serían los lacayos posibilistas, los cipayos de Sabin Etxea. Ese esquema, peculiar del PNV, ha sido un completo fracaso y una de las causas de la permanente inestabilidad y fragmentación del panorama político vasco. Motivó en su día una escisión a través de Carlos Garaicoechea, por el interés de éste en dar primacía a Ajuria Enea sobre Sabin Etxea, se mantuvo en las formas con José Antonio Ardanza y es una ficción con Juan José Ibarretxe, un subalterno de Arzalluz. Que esa bicefalia ha fracasado lo dicen ya incluso nacionalistas como Joseba Arregi.

Ante ese panorama, el hecho de que Arzalluz, el auténtico lehendakari de Estella/Lizarra, no abandone la presidencia del partido para asumir el riesgo democrático tiene, entre otras lecturas, la de la cobardía personal. Arzalluz no ha querido someterse nunca al dictado de las urnas, por el simple hecho de que su efecto sobre su figura sería demoledor. Arzalluz no es ni el albacea de Sabin, ni sólo el cavernícola del Rh, ni el relativista moral del árbol y las nueces, es, sobre todo, el que elude su responsabilidad política tras el hombre de la triste figura que es Ibarretxe. Arzalluz es, en términos democráticos, un cobarde.


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