En abierta contradicción con su proclamado catolicismo, Sabin niega la universalidad de la redención y excluye a los maketos. Si se busca una coherencia, la mezcla de racismo y religiosidad fundamentalista reduce la salvación a la raza pura y aun dentro de ella con estrictas condiciones: sólo los abertzales alcanzarán el reino de los cielos, en el que se entrará con una ristra de apellidos bien comprobados, como poco, cuatro.
En propiedad, Sabin niega a Cristo. Fuera del nacionalismo no hay salvación posible, y Cristo fue la antítesis del nacionalista, fue un universalista, cuya prédica es un combate constante contra el prejuicio frente a publicanos, prostitutas, samaritanos y gentiles. Sabin, por el contrario, no hace excepciones: “Los esclavos de Satanás han conspirado y conspiran con tan afán porque el alma de Euskeria sea esclava del pecado, y el cuerpo sea preso del extranjero”. O sea, hay que salvar a Euskeria que no existe, en un tosco antropomorfismo, pero hay que condenar al odio a las personas concretas.
Además, está la depuración interna, la constante inquisición. “Estimamos que bástale a un bizkaino una falta pública de alguna gravedad cometida contra los intereses de Bizkaya, para que no deba ser contado en el número de los patriotas, por más servicios que por otra parte hubiere prestado a la Patria, a no ser que, siendo posteriores éstos últimos a la falta cometida y específicamente antitéticos a ella, la destruyan, precisando además, en algunos casos, la pública confesión y retractación del yerro”.
La apostasía del nacionalismo no tiene perdón posible. “Al hombre que reniega de su Patria, toda tierra debe cerrarle el paso, toda vivienda debe negarle hospitalidad”. Sin que falten reclamaciones de la eliminación física: “El que comprendiendo el lema patrio, no lo acepta en todas sus partes, éste no es patriota; no es hijo legítimo de Bizkaya; bastardo es, y digno de ser arrastrado desde la cumbre del Gorbea hasta las peñas del Matxitxako”.
Es el odio el sentimiento en el que Sabin fundamenta la “patria vasca”. Y el odio nunca ha servido para construir, es desintegrador. “Ese camino del odio al maketismo es mucho más directo y seguro que el que llevan los que se dicen amantes de los Fueros, pero no sienten rencor hacia el invasor”. La extensión de ese odio se hace objetivo paranoico. “¡Cuándo llegarán los bizkainos a mirar como a enemigos a todos los que les hermanan con los que son extranjeros y enemigos naturales suyos!”. Y del odio pasa la legitimación de la violencia: “Les aterra oír que a los maestros maketos se les debe despachar de los pueblos a pedradas. ¡Ah la gente amiga de la paz...! Es la más digna del odio de los patriotas”.
Sólo por un momento hay un resquicio de reflexión a tenor de la exigencia religiosa, porque “soy católico y me está prohibido odiar al prójimo”, pero entonces sublima al odio transvalorado por efecto de un amor más grande. “Nosotros odiamos”, es la solidaridad interna del abertzale, pero sublimado ya que “no es propiamente hablando que el corazón deba sentir odio al conquistador para ser patriota. Si el verdadero nacionalista debe odiar a su opresora, no es directamente, sino porque ama a su Patria y tanto más odiará uno a quien causa daño a su Patria, cuanto más amor la tenga”.
El programa o solución final de esta ideología del odio es la “limpieza étnica”: “Respecto a los españoles, las Juntas Generales acordarían si habrían de ser expulsados, no autorizándoles en los primeros años de independencia la entrada en territorio bizkaino, a fin de borrar más fácilmente toda huella que en el carácter, en las costumbres y en el idioma hubiera dejado su dominación”, con añadidas restricciones jurídicas y territoriales “a las familias mestizas o euskeriano-extranjeras”, sin que falten metáforas explícitas que sugieren un escenario de exterminio: “Cuando el pueblo español se levantó en armas contra el agareno invasor y regó su suelo con sangre musulmana para expulsarlo, obró con caridad. Pues el Nacionalismo bizkaino se funda en la misma caridad”. Nada hay más simple –y nuestro autor es un maestro del simplismo– ni más inflamable que el odio. A su conjuro cabalga lo más inmundo de la naturaleza humana: la intolerancia, la xenofobia, el racismo y acude presta la violencia. Es un sentimiento que hace imposible la convivencia.
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