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Enrique de Diego

El suicidio colectivo del integrismo

La idea del suicidio, en la civilización occidental, es un gesto de cobardía, la consumación del fracaso, una nihilista evasión de la realidad. En el integrismo islámico –una secta ultraconservadora del ya de por sí bastante fundamentalista Islam– es el grado más alto de la perfección espiritual cuando se enmarca dentro de la jihad, la guerra santa, para infligir al enemigo el mayor dolor posible. El sahid o mártir se purifica por el crimen, espera sin juicio previo, venerado por sus afines, entrar al final de los tiempos en el paraíso de un Dios, al que proclama clemente y misericordioso, pero al que convierte en un jefe de asesinos, incapaz de alcanzar el mínimo de humanidad.

La civilización occidental considera la vida un bien absoluto, porque concibe al hombre en posesión de derechos inalienables. A todo hombre. Con validez universal. El integrista, último biotipo de los totalitarios, relativiza la existencia mediante esquemas de responsabilidad colectiva, por los que encarna el mal en grupos enteros de hombres, sin discernimiento sobre diferencias, ni espacios para la inocencia. El Satán del cristianismo -espiritual- es para los integristas un conjunto de diablos, encarnados en categorías como Estados Unidos –el gran Satán–, Israel –el pequeño Satán– y el conjunto de las naciones occidentales –los cruzados. Por mucho que ese lenguaje nos parezca delirante o desfasado, se refiere a una mentalidad colectivista, que entronca con la Edad Media, pero no nos es desconocido: tiene el hedor de los campos de exterminio del siglo XX. Sus argumentos son esotéricos, transcienden la racionalidad.

No se refieren, por ejemplo, al conflicto árabe-israelí, por mucho que algunos transfieran ahí el argumento, ni al más determinante -para Osama ben Laden, y sus sicarios- de la “profanación” de la tierra del Profeta, Arabia Saudí -considerada constitucionalmente santa-, por los militares “infieles” estadounidenses durante la inacabada guerra del Golfo. El designio, la psicopatología, es genocida, de dominación universal. No escapan al anatema, fatiz, los musulmanes no integristas, pues la secta considera al Islam comunidad espiritual, Umma, cuyos límites se reducen al resto de los puros. Estos, como los pocos seguidores de Mahoma en su huida o Hégira de La Meca a Medina en el año 622, se creen llamados a dominar el mundo, sean cuales sean las dimensiones de los torrentes de sangre derramada. Como toda secta autodestructiva, su pulsión es el suicidio colectivo. Cuanto mayor es el deseo de pureza, mayores los delirios apocalípticos.

El integrismo estaba en el peor momento de su nefasta historia. Ha buscado –como siempre pretende el terror– la sublevación de las masas, la “revolución islámica”. Salvo los otros terroristas, el resto está interesado en pasar página. Será una guerra larga, pero el 11 de septiembre fue el principio del suicidio colectivo del integrismo.

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