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Enrique de Diego

El auge integrista de los ochenta

Los integristas pasaron a ser un factor de desestabilización del mundo musulmán. Los palestinos fueron un campo abonado de infección. La intifada de 1987 representó el ascenso de los nuevos movimientos integristas —Hamas, fundada por los Hermanos Musulmanes, y la Jihad Islámica— con la Organización para la Liberación de Palestina de Yaser Arafat, que tenía un contenido nacionalista y socialista, y había sido pionera en la utilización del terrorismo para obtener objetivos políticos.

Los dos nuevos grupos emprenderían el camino del terrorismo suicida. Eso introdujo a los palestinos en una espiral de violencia sin salida, pues el programa máximo rechazaba la negociación y apostaba por echar a los judíos al mar; es decir, por el exterminio. Esta radicalización fue primada por las petromonarquías: ¡en 1990, Kuwait donó sesenta millones de dólares a Hamas y sólo veintisiete millones a la OLP!. Los jóvenes desocupados suministraban el material humano para el integrismo.

Un proceso similar al padecido en Argelia, un país que estuvo a punto de sucumbir al integrismo, a través del FIS. También la explosión demográfica fue una clave, como el deterioro económico por los procesos de nacionalización, como la reforma agraria colectivista que desposeyó a las cofradías musulmanas rurales. A finales de los ochenta, el FLN aparecía desgastado y sin proyecto, convertido en mero monopolio del poder. Empezó a hacer concesiones como la reducción de derechos de las mujeres y una política de subvención a las mezquitas. El retorno de los “internacionalistas” que habían combatido en Afganistán dio nuevas fuerzas a movimientos conservadores centrados en la vuelta a la religiosidad. Unidos en la reclamación de la sharia, en 1988 se produjeron los primeros incidentes graves.

En marzo de 1989 se creó el Frente Islámico de Salvación, que obtuvo la victoria en las elecciones locales de junio de 1990 y en las generales de diciembre de 1991. El ejército tenía la experiencia de la purga iraní. Desde, luego no pesó en él la apreciación de Karl Popper sobre la democracia como fórmula de alternancia sin derramamiento de sangre, y la consideración de que unas elecciones son antidemocráticas cuando tienen por fin no volver a convocar elecciones. Simplemente, militares y policías temieron por sus vidas, así que anularon el resultado y tomaron el control. Estalló una cruenta guerra civil, de inusitado salvajismo. El integrismo se dividió en dos movimientos, el GIA y el AIS. La crueldad desatada por los “afganos” del GIA, con exterminio de aldeas, mutilación y decapitación de sus víctimas, la extensión de sus enemigos mediante la anatemización de grupos cada vez más extensos, hicieron que la población les fuera dando de lado, y que el movimiento concluyera en una orgía de asesinatos internos. El GIA montó la retaguardia de su aparato de propaganda en Londres —donde se editaban sus periódicos— y se infiltró en Francia —también en España— a través de la emigración, promoviendo atentados contra la antigua potencia colonial en un intento de galvanizar a las masas.

A lo largo de los años noventa, el integrismo fracasó también en su intento de desestabilizar Egipto. El proceso tuvo similitudes con el argelino, pues el gobierno hizo también concesiones “culturales” al integrismo e impuso la sharia, permitiendo una persecución constante contra los coptos. Los integristas quisieron atacar a los “satanes occidentales” y a las bases económicas del país con una serie de atentados contra turistas. En 1986 asesinaron a dieciocho turistas griegos confundiéndoles con judíos, justificando la matanza como “una venganza contra los judíos, hijos de monos y cerdos, y adoradores del demonio, por la sangre de los mártires caídos en tierras del Líbano”. En 1997 un grupo de integristas protagonizaron una masacre de turistas en Luxor. Las clases medias dependientes del turismo se asustaron y respaldaron la represión sin contemplaciones del ejército.

El jeque Omar Abdel Rhaman, el ideólogo de los integristas egipcios más sanguinarios, emigró a Estados Unidos. Era un signo de los tiempos que los extremistas encontraran fácil acomodo en un Occidente al que odiaban. Fue condenado como inductor del primer atentado contra las Torres Gemelas. Los suicidas se habían reclutado entre los seguidores de sus inflamadas prédicas.

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