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Enrique de Diego

El anticapitalismo de los tontos

Y ¿si en vez de estrellarse contra las Torres Gemelas los suicidas lo hubieran hecho contra el Museo del Prado o edificios emblemáticos de una ciudad europea, cuál hubiera sido la reacción y la solidaridad? La insidiosa pregunta se ha hecho con insistencia. Tiene transfondo de uno de los sentimientos más extendidos: el antiamericanismo. No sólo en la izquierda, es una constante en la extremaderecha, cuya aversión a la democracia más emblemática es proverbial. Ese sentimiento es casi un denominador común, una plaga para que la que se acabó la vacuna.

Integristas argelinos intentaron echar abajo la Torre Eiffel. Fueron detenidos en Marsella. Nadie está, pues, fuera de peligro. Pero me parece que los propios terroristas dan una explicación convincente a la pregunta de marras: son integristas, asesinos, bárbaros, pero no son tan tontos: atacando a los Estados Unidos lo hacen al resto de Occidente, si se colapsa la economía o se bloquea el sistema de defensa norteamericano, las demás naciones occidentales presentarían una resistencia mucho menor. La pregunta carece de sentido, salvo para ese resorte antiamericano que sirve para explicar todo, incluso el propio atentado de las Torres Gemelas.

El aluvión de papel prensa y comentarios antinorteamericanos fue de tal calibre que Salman Rushdie, a quien desde la fatwa que tanto miedo generó en los audaces intelectuales cabe conceder especial autoridad moral, denunció: “A un país que acaba de sufrir el ataque terrorista más devastador de la historia, a un país en un estado de profunda prostración y afectado por el dolor más horrible, se le está echando la culpa, de manera despiadada, por la muerte de sus propios ciudadanos”. ¿Cómo explicar este fragante contrasentido de que los norteamericanos sean culpables incluso cuando son víctimas?

Para Lenin, el antisemitismo era el socialismo de los tontos. En ese sentido, el antiamericanimo es el anticapitalismo más simple. La forma más sencilla, más pret â porter, de ser anticapitalista. No precisa de una elaboración concienzuda. Además, siempre ha vestido. El antiamericanismo queda bien en la buena sociedad europea, en los medios, en las universidades, en los púlpitos, en las reuniones sociales, en las tertulias. “No olvidemos jamás –dice Revel– que tanto en Europa como en América Latina la certeza de ser de izquierdas descansa en un criterio muy simple, al alcance de cualquier retrasado mental: ser, en todas las circunstancias, de oficio, pase lo que pase y se trate de lo que se trate, antiamericano”. Lleva tantas décadas funcionando que ha dejado de ser una moda, relacionada, por ejemplo, con la guerra fría, para ser una tradición. Resulta una cosmología confortable, omnicomprensiva, capaz de explicar cualquier fenómeno. Cualesquiera de los hechos negativos que acontezcan en el mundo pueden tener una explicación inteligible: la culpa la tienen los Estados Unidos.

La especie tiene un agradable carácter de exculpación universal, pues situadas en los norteamericanos todas las culpas de todos los hechos reales e imaginables, se simplifica bastante el debate y se permite la comunicación. Es una de esas ideas compartibles que pueden generar una vía de entendimiento: puesto de acuerdo en lo esencial, en el antiamericanismo, en la culpa de los Estados Unidos, el resto, lo accesorio, se ilumina sin mayores problemas. El hambre, la injusticia, el subdesarrollo, la enfermedad, el calentamiento de la tierra, la explotación de los menores, la depredación de las selvas amazónicas, cualquier cosa tiene explicación desde la responsabilidad innata del tío Sam, incluso los problemas de la PAC y los agricultores franceses encuentra fácil explicación por la invasión de la comida basura.

La satanización de los Estados Unidos no es una aportación a la historia de las ideas simples ni de Osama ben Laden ni de Jomeini, tiene largo recorrido, era uno de los núcleos centrales del discurso comunista, aunque en éste caso resultaba lógico, pues se trataba de dos polos enfrentados.

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