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Enrique de Diego

Variantes de la mentalidad anticapitalista

¿Por qué ha pervivido el antiamericanismo a la caída del Muro de Berlín y ha seguido tomando fuerza en el mundo unipolar de la década de los noventa? No se abandona con facilidad una idea que adquiere todas las características de un cajón de sastre en cuyo inventario situar todas las frustraciones –y los errores– del mundo. Ser anticapitalista exige, en todo caso, un cierto razonamiento; ser antinorteamericano es lo más sencillo del mundo, una forma reduccionista y rápida de ser anticapitalista.

En 1956 Ludwig con Mises publicó un delicioso ensayo titulado “La mentalidad anticapitalista”. Partía de dos obviedades: 1. “El que se consiguiera desplazar el precapitalismo, por el laissez faire capitalista, aumentó considerablemente la población, elevando a la vez el nivel general de vida en un grado tal que no tiene precedentes. Las naciones son hoy tanto más prósperas cuanto menos obstáculos oponen a la libre empresa y a la iniciativa privada”. 2. “Son muchos, particularmente entre los intelectuales, quienes odian con todas sus fuerzas al capitalismo, convencidos de que es una organización perniciosa que sólo genera corrupción y miseria”. La primera afirmación hace referencia a la eficiencia. La segunda, sostenida por los llamados intelectuales, a la ética. La eficiencia no es prácticamente discutida. La ética, es de continuo negada. Es una de las esquizofrenias más exitosas e inconsistentes, porque no pueden sostenerse ambas afirmaciones contradictorias al mismo tiempo, salvo desde la más estrica irracionalidad, pues tal sería una ética directamente confrontada con la eficiencia. Una ética ineficaz es un irracionalismo.

La explicación de Mises partía del paso de la sociedad estamental a la sociedad capitalista y es fácilmente comprensible. En la primera, cada inviduo nacía y moría dentro del mismo estado; se casaba dentro de él y lo transmitía como herencia. Esa no es la situación en la sociedad capitalista abierta a la movilidad ascendente. No es cuestión de extenderse sobre las reacciones conservadoras a ese principio revolucionario, trastocador de un orden quietista mantenido durante siglos. (En el umbral del tercer milenio). Baste apuntar las psicológicas: cuando no se podía ascender ni descender no había responsabilidad, ni exigencia, tampoco comparativa. Desde que el individuo se liberó de los estamentos puede verse quién ascendió y quién no. Para entendernos, le conviene un chivo expiatorio, alguien sobre quien descargar responsabilidades y resentimientos. Mejor que alguien, algo, abstracto, genérico, sin derecho a réplica ni puntualización: el capitalismo.

¿Por qué tantos intelectuales dan muestras de odiar el capitalismo? Mises da algunas explicaciones que han quedado desfasadas, pero otras tienen vigencia. Por las diferencias existentes dentro del mismo sector y por el resquemor de que personas con aparente menos formación, en posesión de menos conocimientos, sin embargo alcanzan retribuciones mucho más altas: desde cantantes a empresarios, futbolistas, toreros... A quienes aspiran a ilustrar y gobernar el mundo de las ideas de sus semejantes tal distribución les parece poco equitativa. La “internacional de la mente”, como con énfasis la pretendió denominar Jean-Paul Sartre, considera eso bastante injusto. Dentro de ese paradigma de los intelectuales entra lo que Mises llama “el fanatismo de la gente de pluma”: “ese ardor con que comunistas, socialistas e intervencionistas, integrados en diversas sectas y escuelas, se combaten entre sí oculta el que, pese a tanto perorar, hay una serie de dogmas fundamentales en torno a los cuales todos ellos coinciden enteramente. Se margina a los escasos pensadores independientes que pretenden combatir tales idearios, dificultándoseles el contacto con la gente. La intolerante ortodoxia de quienes gustan de considerarse ‘heterodoxos’ se ha impuesto por doquier”.

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