Seguramente a muchos ciudadanos o aspirantes a serlo les ha sucedido como a mí en esta mañana de primero de año: he ido a una tienda a comprar las cosas que siempre faltan, he pagado con pesetas y me han devuelto euros. Explicándome, además, con toda cordialidad y paciencia, la diferencia entre los precios y lo correcto de la devolución. A diferencia de los madrugadores y curiosos, pero seguramente como la mayoría de los españoles, hoy tengo en el bolsillo euros por primera vez. Se ha comentado hasta la saciedad el impacto psicológico que produciría el manejo físico del euro el primer día del año. Pero como en el amor, la ruina o la lotería, una cosa es saber de qué se trata y otra muy distinta, que te pase.
–Bueno, pues ya ha pasado. ¿Y qué se siente?
–No sé a los demás. A mí me ha gustado mucho.
La sensación ha sido triple: novedad, bienestar y un cierto optimismo inducido. La novedad, porque lo es. El bienestar es seguramente el aspecto clave y que merece más explicación. ¿Por qué me he sentido bien cuando la cajera me ha devuelto euros? Probablemente por lo mismo que en Argentina se sienten mal. Yo estaba seguro de que lo que me daban valía lo que me daban: tantas pesetas, más la compra, tantos euros. Y esa seguridad en que la moneda, aun siendo nueva, es buena –o nunca peor que la vieja– es agradable porque produce un cierto confort intelectual, saber lo que te pasa, y una cierta satisfacción moral. Y ésta creo yo que es la clave: ¿por qué una satisfacción moral? Porque te sabes dentro y formando parte de una institución que funciona. La moneda debe ser, además de un objeto de uso y de cambio, un símbolo de veracidad: este papelito vale tanto porque detrás hay unos señores y unas leyes y una policía que me lo garantizan. Y además, sé que en este aspecto no me engañan. ¿Por qué? Pues porque si ya no me engañaban con la peseta, ni con el franco ni con el marco, menos me van a engañar con el euro. Es interés de doce países que esta moneda no funcione peor que las doce viejas. Y el billete es la prueba tangible de que la apuesta va en serio.
En cuanto al optimismo inducido, nace de ese bienestar que hemos llamado institucional. Cuando uno ve o cree que sus instituciones funcionan, siente una especie de euforia emprendedora, siente que le van a pasar cosas nuevas y que puede participar en ellas. Eso se aproxima bastante a la sensación de formar parte de una ciudadanía y no de un rebaño, una tribu o un pueblo. Lo que los liberales entendemos por civilización. En fin, la mañana del primero de año o Primero de Euro, al recoger en billetes nuevos de euros el cambio de mis pesetas, también tuve la impresión de estar entrando en otro país con dinero –su divisa– en el bolsillo. En rigor, ha sido exactamente así.
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