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Eso de lo políticamente correcto va extendiendo sus criterios con una especie de opinión publicada de corte melifluamente light. A su concurso crecen nuevas hipocresías, tan beatas como los dulces después de la misa dominical de doce. Una de sus constantes es la superposición del sentimiento sobre la razón; la carta de naturaleza a un sentimentalismo que semeja una moral de apariencias. Todo ello se adoba de constantes manipulaciones semánticas para desarmar el espíritu crítico individual, la opinión pública real, que siempre se mueve en posiciones muy lejanas a esa pacatería con ínfulas de verdad evidente.

Por ejemplo, escucho en una televisión que los alumnos serán “obligados” a repetir curso en la reforma planteada por Pilar del Castillo, lo que sugiere imposición y victimismo para lo que más bien es sentido común y responsabilidad personal: el actual pase automático de cursos elimina todo incentivo y toda exigencia. Convierte al sistema en una estafa con constante deterioro de la calidad.

En mis conversaciones con amigos y conocidos docentes sólo he recibido desaliento, impotencia y depresión. No son los que opinan o escriben en los periódicos, por lo general estos últimos liberados de los sindicatos. Hay una distancia cada vez más abismal entre la opinión pública y la publicada y debates trufados, que en el fondo no lo son, de tópicos y estereotipos extraídos del argot iniciático político. El sistema culpabiliza al profesor del suspenso del alumno según ese eufemismo esotérico del “fracaso escolar”, que colectiviza la pereza, la falta de esfuerzo o la ignorancia. El alumno como categoría moral en una de las formas más estultas del buen salvaje, forzado, aunque no quiera, a pastar en los predios de una enseñanza obligatoria hasta los dieciséis años por orden del Estado tutelar. La educación como remedo de la mili, sin el mínimo de disciplina interna, con los profesores –responsables con sus apoyos gremiales anteriores de los desafueros actuales– intimidados y asustados.

El bachillerato español no ha hecho otra cosa que deteriorarse. Nuestra Universidad siempre ha sido pésima. Maravall dio un golpe de muerte a la base cultural de los jóvenes españoles. Y lo que se ha ido extendiendo, en medio de la molicie políticamente correcta, es una ignorancia supina, en la que los alumnos salen de la secundaria sin saber el mínimo de ortografía o el mínimo de historia. La reforma educativa es una de las necesidades imperiosas del momento. Cuenta con un respaldo mayoritario, porque la generalidad de la gente no ha perdido el sentido común. Para salir del desastre es preciso volver a la exigencia porque todo aprendizaje la precisa. La presunta reválida es muy conveniente. Salvo que en los programas electorales de Zapatero se incluya como medida regalar, al nacer, a cada españolito un título universitario. De esa forma, se acabaría de un plumazo con el “fracaso escolar”.


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