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Cuando en la noche electoral del 3 de Marzo José María Aznar anunció el fin de la Guerra Civil no hacía, por una vez, egiptología. Levantaba acta de que pese a la sañuda e implacable campaña guerracivilista llevada contra él por el imperio de Polanco, la derecha había conseguido la primera mayoría absoluta desde el comienzo de la democracia. Era un triunfo político histórico, pero suponía también un éxito personal de Aznar porque el presidente, contra la opinión de todos sus colaboradores, se negó a conceder una entrevista de final de campaña a un medio de Polanco. “Para que no puedan presumir –fueron sus palabras– de que me han ayudado a ganar un solo voto”.

Pero esa demostración de autonomía personal de Aznar, ese alarde de la fuerza política del aznarismo sobre la fuerza mediática del polanquismo ha tenido más intensidad que duración. A los dos años de la apoteosis aznarista y de la clamorosa humillación del Imperio, Polanco le ha devuelto el bofetón. Para ser precisos, ha repetido aquella bofetada con que ya quiso derribarlo apenas llegado al Gobierno, en la Nochebuena de 1996, tras hacerse con los servicios de Antonio Asensio, el "magnate" de la comunicación en quien había depositado su confianza Aznar, un lince a la hora de valorar esta subespecie del género humano.

La Guerra Digital que empezó Polanco pero aceptó Aznar terminó en tablas después de la creación de una plataforma alternativa a Canal Satélite, creada por Telefónica en sólo tres meses y que se llamó Vía Digital. Fue un alarde tecnólógico y un alarde político que dejaron en nada el alarde empresarial del llamado “Don Jesús del Gran Poder”. Grande pero no único. Fue la primera vez que Aznar le demostró a Polanco que él también mandaba en España. Y que pensaba seguir mandando bastante.

Comenzó entonces una carrera especulativa para ver quién arruinaba antes al otro, mientras el Gobierno convocaba angustiosamente en su ayuda a todos los medios nacionales y regionales, grandes y pequeños, para frenar el Monopolio de Polanco. Y mientras Polanco, para defender ese monopolio movilizaba a cientos de intelectuales apesebrados “Ante el acoso” que, según estos aurigas de la nómina, sometía un gobierno fascistoide a un grupo de comunicación digno de subir a los altares y de quedarse con ellos. Cebrián se distinguió en adelantarse a los competidores comprando duros a doce pesetas pero tampoco en Vía Digital dejaron de tirar el dinero, en unos u otros bolsillos.

El resultado fue una carrera a ver quién se arruinaba antes. Y Villalonga se rindió el primero, pero porque ya estaba con la mano en la bolsa y el pie en la escalerilla del avión, así que Aznar se cargó el Gran Acuerdo o Piscinazo de Valdemorillo, que diseñaba una fusión al 50%. Ya se había cargado, conviene recordarlo, el primer acuerdo Telefónica-PRISA, con González aún en Moncloa, Cándido Velázquez al aparato y Gallardón de celestina serrana. Pero, al cabo, tropezó en unas stock options el intrépido don Juan. Su atribulado sucesor, César Alierta, comenzó con los ajustes de las cuentas del Gran Capitán Adriano, desde Lycos a Endemol pasando por Via Digital. Y las cuentas no salían. Vía Digital perdía setenta mil millones al año y tenía dos opciones: entregarse a Polanco o cerrar (como Quiero TV, otra plataforma de televisión promovida por Aznar y que ha terminado en estrepitoso fracaso). Se impuso la lógica empresarial y Polanco, seis años después, es el dueño del monopolio de la televisión de pago en España, el dueño de los derechos de todos los partidos de fútbol, el dueño de todos los canales interactivos para el comercio, la información, el entretenimiento, la pornografía, la educación, las apuestas en directo o el juego en todas sus variantes y dimensiones. O sea, que cuando Aznar estaba ya empezando a irse, con pompa y dignidad, va Polanco y demuestra que el que se queda mandando en todo es él.

Este triunfo de Polanco en las postrimerías de la Era Aznar es una revancha personal, qué duda cabe, pero es también algo más: la demostración de que la herencia de Aznar es mucho más frágil de lo que se suponía y, sobre todo, que la política de medios de comunicación desarrollada por el líder del PP en sus seis años de Gobierno ha terminado de una forma que no es nueva en la política española, aunque hace treinta años que no se utilizaba la fórmula al máximo nivel. Lo hizo el Rey para descalificar la acción de Gobierno de su primer presidente, Carlos Arias Navarro: “Una catástrofe sin paliativos”. Era lapidaria y resultó sepulcral. Pues bien, lo de Aznar y los medios no merece menos. Acaso más.

Ahora bien, la historia no termina nunca del todo y ésta, mucho menos. ¿Puede todavía Aznar, en el año y medio que le queda en el poder, con los tres pretendientes asustados y enredados en su armiño y con un partido literalmente atónito ante el órdago polanquista, darle la vuelta a la situación y volver, si no a ganar, a empatar como en 1997 el partido con Polanco? Para eso hacen falta dos cosas: que quiera y que pueda. Y por eso mismo la pregunta es doble: ¿Puede querer? ¿Quiere poder?

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