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Es difícil sustraerse a la impresión de que el Gobierno ha actuado demasiado tarde y de forma excesivamente improvisada o caótica en el episodio del “Prestige”. Pero no es más fácil convencerse de que la Oposición ha estado a la altura de las circunstancias. Al contrario, cada día que pasa, Zapatero sube su voz un tono, aumentan los decibelios de sus trinos y eleva el nivel de sus trenos. Ahora exige en voz altísima que cada hueco dejado por un voluntario sea ocupado por un soldado. Pero como el paisaje del desastre no deja de extenderse por nuevas playas, cabe temer que la fórmula zapateril no cubra siquiera los mínimos de emergencia.

Es igual. Ese egoísmo blindado, casi autista, de la clase política en general se ha puesto de manifiesto en forma dramática y escandalosa en el caso del “Prestige”, la Oposición empeñada en pasarse y el Gobierno empeñado en no llegar componen un cuadro casi tan catastrófico como el del mar tiznado de negro. Si la naturaleza parece llevar luto por los desmanes de los humanos, el discurso político parece viudo de pulcritud intelectual y moral por culpa de los desmanes de nuestros representantes. Y no tiene fácil remedio. Ni lo natural, por lo terrible del pringue, ni lo humano, por lo irremediable de nuestra naturaleza, que apenas disfruta de poder tiende a usarlo mucho y mal, generalmente en contra de quienes dice querer beneficiar. Entre lo universal y lo particular, esta catástrofe cada vez nos permite menos esperanza y nos abona forzada y forzosamente al desconsuelo.