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Muchos sucesos políticos y sociales esmaltan de principio a fin este 2002, esplendoroso y capicúa en el rosado enero y yerto ya, en hábito de difunto, en el sombrío diciembre. Desde la aurora de la moneda única hasta el crepúsculo embreado del “Prestige” ha pasado de todo, más malo que bueno, aunque eso, naturalmente, vaya en apreciaciones. Pero si algo unifica lo malo y lo bueno o lo malo y lo peor de este año de nieves, ese algo es José María Aznar. Entramos de su mano en la moneda única, porque sólo su rigor y su acierto en la política económica consiguieron el milagro de nuestro ingreso en el Euro, del que nos había desterrado la extravagante y voluble pero invariablemente catastrófica deriva socialista. Salimos de su mano pringados hasta las cejas en fuel-oil, porque sólo su errática y disparatada política ha convertido en catástrofe nacional lo que podía haberse quedado en accidente medioambiental y económico de alcance regional.

En medio, como síntoma del desvarío político, queda la promulgación por vía de urgencia de la reforma laboral, a pesar de la primera Huelga General contra el PP, en vísperas del verano, y la súbita marcha atrás, sin explicación alguna, tres meses después. Y tras esa capitulación, todas las demás: desde el recódigo mercantil que entrega las empresas cotizadas en Bolsa al albur de la CNMV hasta la policía de viviendas ocupadas, iniciativas todas con las que uno de los aspirantes a la sucesión de Aznar, el correoso y fáctico Rodrigo Rato, presentó su candidatura “progresista” ante la boquiabierta sociedad española. No ha sido el único empeñado en errar hasta rectificando: Trillo, el héroe de Perejil, arrió hasta el homenaje a la bandera nacional que Aznar había ideado pocos meses antes. Por supuesto, a indicación de Aznar.

Y como síntesis de todas las abdicaciones, el caudillo democrático que había conseguido emocionarnos en su anuncio de la retirada del Poder a comienzos del 2002, despide el peor año de su vida política tras haberse rendido con armas y bagajes ante Jesús de Polanco, al que en prueba de sumisión entrega la plataforma digital única y el futuro de la televisión de pago. También entrega la carrera política de su esposa, Ana Botella, en manos de Gallardón, que viene a ser casi lo mismo.

¿Por qué? Es difícil saberlo. El cuándo o desde cuándo es, sin embargo, facilísimo. Lo vio toda España, en El Escorial: la boda de los Aznar. Con quién se casaba el Presidente no quedó claro entre la turbamulta. De quien se divorciaba, clarísimo: de sus votantes. Y de sus orígenes. Y de su legitimidad. Y de su partido. Y de una cierta idea de España.

Los muertos no vuelven a la vida. Pero si el fantasma de Aznar se arrepintiera de lo que le llevó políticamente a la tumba, tal vez su sucesor podría tener alguna posibilidad de revivir lo que hoy es una herencia política en franco proceso de putrefacción. De otro modo, en este 2003 quedará claro que el futuro de la derecha española es sólo el de cómo someterse a Polanco. Dudoso mérito, por casi exclusivo, de José María Aznar, que empezó vestido de Carlos V en Yuste y ha terminado disfrazado de Guzmán el Bueno en Tarifa, arrojando desde las murallas al enemigo el puñal para matar al secuestrado primogénito, o sucesor. Claro que éste, previamente, ya había entregado copia de la llave del castillo. Las parodias históricas con hombres de veras suelen acabar en estos desastres.

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