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¡Al fin! ¡Al fin parece que ha resucitado Aznar! ¡Al fin se ha acordado de lo que supone hacer política, de lo que supone tener gestos políticos, de lo que supone la ética en la política y de cómo la política puede favorecer una causa ética! He aquí la persona que supo convencer a mucha gente antes de llegar al poder de que había razones para intentarlo e incluso que una vez alcanzado seguía habiendo razones para conservarlo, en la idea de servir a la comunidad nacional española. Por supuesto, el Aznar del 93 e incluso del 96 pertenece al recuerdo de la mejor política española. E incluso el Aznar del 2000, que aún podía imantar voluntades desatendidas, despistadas o más preocupadas por la vuelta del felipismo que por la corrupción del poder popular, pertenece al pasado, sin remedio. Pero hay unas pautas de acción política en Aznar que, más allá de la corrupción de su entorno personal o político y más allá de las vicisitudes naturales —carne también de corrupción— de su poder en el PP y el Gobierno, deberían quedar como normas en la organización política de la derecha española y deberían sobrevivir a un liderazgo material que tiene ya por delante muy poco tiempo.

Probablemente, lo más duradero en la propuesta del PP de Aznar —el único PP que hemos conocido hasta ahora, pero cuyo fin está próximo y cuya continuidad no está aún clara— sea la defensa de unos mínimos presupuestos liberales en materia económica y una defensa de los mínimos nacionales que garantizan la continuidad de España, mínimos que se concentran (y se limitan, por desgracia) en la defensa de la nación y la Constitución en el País Vasco. No es lo mismo que defender España, porque Aznar ha renunciado a hacerlo en Cataluña y otros sitios amenazados de separatismo político y cultural, pero es al menos la defensa de la trinchera más amenazada, donde hacer política significa jugarse la vida y donde los principios es lo único que vale la pena defender. En esa situación, los gestos son algo más que gestos, porque el gesto básico es el de jugarse la vida. Y en estas circunstancias, el gesto de Aznar vale su peso en oro. La oposición puede criticarlo cuanto quiera, pero sus militantes lo agradecerán en lo que vale. Y sus votantes también. En Bilbao y fuera de Bilbao.

El gesto no redime a Aznar de sus deleznables actitudes de los últimos meses, desde la superboda escurialense al rechazo a mancharse los pies con chapapote, pasando por la concesión del monopolio perfecto a Polanco y la negativa a cumplir la sentencia del antenicidio, así como los ribetes dinásticos de la entrada de su señora en política. Un gesto, por importante que sea, no cambia un derrotero político tan siniestro. Pero sí compensa en lo simbólico tanta claudicación y permite alentar la esperanza de que no sea totalmente irreversible. En política es precisa la ilusión y Aznar ha sabido devolverla cuando menos se esperaba. Ojalá fuera posible la recuperación de aquellos principios políticos de regeneración democrática de las instituciones nacionales que Aznar predicaba en la oposición. No es creíble. Pero al menos permite un cierto consuelo en la certidumbre de que ciertos compromisos no caducan. En otro tiempo hubiera supuesto muy poco. En estas circunstancias, supone muchísimo.

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