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Federico Jiménez Losantos

Una opinión demasiado opinada

Si alguien tenía alguna duda acerca del despiste oceánico que aflige a la opinión pública española, no tiene más que asomarse a las encuestas publicadas por varios periódicos nacionales este fin de semana para comprobarlo. Es imposible hacerse una idea siquiera aproximada sobre lo que piensan votar y, ello probablemente por una razón mucho más alarmante que la indecisión: porque no piensan o porque ya no saben qué pensar.

Quizás también porque después de la inmensa batahola mediática a propósito de la guerra de Irak, no saben muy bien qué decir a los encuestadores. Probablemente lo que les pide el cuerpo es mandarlos a freir espárragos, pero después de haber asumido durante dos meses el papel de aurigas morales de Oriente y Occidente, después de haber dictaminado qué es bueno y qué es malo en materia de política exterior, sea española, europea o transatlántica, aunque lo hayan hecho convenientemente aleccionados por los medios de comunicación, es difícil descender a la política vulgar, municipal y espesa.

Decir que los americanos son malos, asesinos, criminales, abyectos y genocidas es fácil. Sobre todo cuando la abrumadora presión mediática y política invita a sumarse al violento rebaño pacifista. ¿Iban a llevarle la contraria a casi todos los medios de comunicación esos dos tercios de españoles que jamás leen una noticia de política internacional? ¿Iban a valorar matizadamente el papel del Consejo de seguridad de la ONU los que no saben ni lo que es, ni cómo funciona, ni a qué intereses sirve, ni lo que es una resolución, ni el derecho de veto, ni qué precedentes hay al respecto? Pues de esas certezas inducidas, de ese discurso omnipresente y autocomplaciente contra “la” guerra que sostenían González y Coto Matamoros, Cebrián y Pocholo Martínez-Bordiú, Zapatero y los “freaks” de Hotel Glamour, Llamazares y los de Operación Triunfo, Almodóvar y los etarras, los más papistas que el Papa y los más sadamitas que Sadam, todos juntos y revueltos, excitados y ofendidos, confundidos y cabreados, pero nunca bien informados, se ha nutrido estos últimos meses lo que, con cierta exageración, suele llamarse opinión pública. La han llevado a opinar acerca de lo que sabía poco en función de lo que se supone que una buena persona debe ser, le han mezclado las ideas y los valores, los datos y los principios, las realidades y los deseos, las obligaciones y las devociones. Pero hete aquí que el elaboradísimo guión que iba a llevar a los españoles, a cuenta de la guerra, a abandonar su costumbre de votar al PP, se ha ido al traste porque ha cerrado el cine. Y sin cine, ¿qué película? Y sin película, ¿qué guión?

Después de que los medios de comunicación y los partidos de izquierda se hayan aplicado concienzudamente a deslegitimar nuestras instituciones representativas, después de poner la calle por encima del parlamento, después de que los titiriteros se hayan convertido en filósofos de alcance y los periodistas en noticia bélica, hete aquí que la gente debe votar. Y nada cuadra. Cada encuesta predice un resultado y una tendencia de voto que nada tiene que ver con la otra, aunque ambas estén hechas de buena fe y se supone que en las mismas fechas. Si en un mes ha cambiado de opinión tanta gente con respecto al Gobierno, ¿no será que tampoco tenía una opinión muy firme con respecto a la guerra? ¿No será que la Oposición tampoco representaba lo que decían las encuestas que representaba? Menos mal que dentro de un mes menos un día saldremos de dudas. Pero, ¿y si no salimos?

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