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Federico Jiménez Losantos

Fallecido el can, la rabia continúa

Villarejo ha caído y Bermejo le acompaña. ¿Acaba esto con el perpetuo escándalo de la politización descarada y la instrumentalización partidista de la Fiscalía Anticorrupción? Evidentemente, no. Aunque es prácticamente imposible que Salinas supere la desvergüenza del tío de Trinidad Jiménez y aunque es matemáticamente improbable que nadie, llámese Moix o Foix, se acerque al sectarismo exhibicionista de Bermejo, el problema no es de las personas sino de la Institución, y si la Fiscalía Anticorrupción sigue existiendo, es inevitable que los que la ocupen, padezcan o disfruten continúan trasladando a los ciudadanos las disfunciones, absurdos y desastres del tinglado maldito.

Lo peor de la supervivencia de este tribunal especial cuya mera existencia es un acto de corrupción -no por heredada del felipismo menos aceptada ya por el aznarismo– es que los fiscales a quienes su mera existencia debería afrentar la han adoptado como cosa propia. Si es lamentable que el Gobierno del PP no la haya disuelto aprovechando la crisis terminal del “villarejismo”, aún resulta más deprimente que las asociaciones zurda y diestra de fiscales hayan protagonizado una algarada corporativa ante la atinada reflexión pública de Cardenal en el sentido de que sobra la Fiscalía Anticorrupción si cualquier fiscal puede, como debe, perseguirla.

Las asociaciones de jueces y fiscales se han convertido en un verdadero cáncer de la democracia española y, como las asociaciones de militares, deberían estar terminantemente prohibidas. Entre el llamado “Pacto por la Justicia” del PP y el PSOE (cuyo éxito salta a la vista desde que se firmó y brilla cegadoramente en el “Caso Simancas”) y el corporativismo patológico de las togas y puñetas, confiar en un funcionamiento razonable del Estado de Derecho en España es algo así como cultivar la ciencia-ficción en su rama más infantil y candorosa. Con una diferencia: por más que se empeñe, Michavila no se parece nada a Harry Potter.

En España

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