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Mala cosa es que lo normal resulte extraño y peor aún que los conceptos claros y las opiniones lógicas parezcan actos de heroísmo intelectual. Sin embargo, es tal la crisis que padece España, sobre todo en su clase dirigente, que todo lo que no sea renunciar, rendirse sin saber por qué y abdicar sin saber ante quién semejan actitudes hercúleas, desafíos al peligro y retos a la muerte. Cosas de legionario, vamos.
 
Sin embargo, lo que ha dicho Aznar acerca de la Constitución es lo más razonable de cuanto hemos escuchado estos días, junto al buen discurso de Luisa Fernanda Rudi y, sobre todo, al acto de la Fundación para la Libertad en el Pabellón Euskalduna de Bilbao, sin duda el más emotivo y lleno de carga simbólica de cuantos se han celebrado a cuenta del XXV aniversario de la Constitución del 78.
 
Que nadie en su sano juicio democrático puede oponerse a las reformas de la Constitución que no afecten a lo esencial, que es la soberanía nacional de la que la misma Constitución emana, resulta tan absolutamente lógico que sorprende que se convierta en titular de prensa. Si eso sucede, tal vez sea porque las cosas que se han dicho o se han entendido en el discurso del Rey no han sido suficientemente claras e inequívocas. Pero todo lo que no afecte a la raíz de la legitimidad del Poder en España, que es la existencia misma de la nación española como sujeto político, puede reformarse; no hace falta decirlo. Lo que sí hay que decir, y está bien que lo diga el presidente del Gobierno, es que el Plan Ibarreche es un ataque frontal a esa raíz nacional de la Constitución y que como tal debe ser entendido, resistido, combatido y destruído.
 
Y es evidente que casi todos los que hablan de reformar la Constitución por algo más que pasar el rato o posar de progres ante un pasado poco presentable es para hacerla compatible con los planes de Ibarreches y Rovireches, algo sencillamente im-po-si-ble. Una de las grandes virtudes de Aznar es que se le entiende todo. Al menos todo lo fundamental. Y, en este caso, que tiene más razón que un santo. San Isidoro, por ejemplo.
 

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