Esta boda ha congregado menos gente que la cabalgata de los Reyes Magos. Los organizadores del evento han fracasado. Ni siquiera han asistido todos los jefes de Estado y de Gobierno de las Cumbres Iberoamericanas. Tampoco estuvieron los jefes de Estado de EEUU, Cánada, Italia, etcétera. Y, encima, el pueblo fue desconvocado con una estética hortera y de papel cuché. El drama estaba servido. El cielo de Madrid lloró durante toda la mañana del sábado. El pueblo ha estado blindado. Tanta policía y medidas de seguridad han enfriado los entusiasmos del ciudadano español por la institución monárquica. No hay peor cosa que el miedo al miedo.
Antes y después de la boda Madrid estaba lleno de gente. Pero, en verdad, ¿dónde estaba el pueblo a las horas que debía saludar a los novios en la calle? Sumido en la melancolía e intuyendo las tretas organizadoras prefirió quedarse en su casa. Bajó la cabeza y aceptó resignadamente que esto era una boda más de la alta sociedad, de esas que reflejan las revistas de papel cuché, sin relación alguna con sus vidas y sus historias. El pueblo quedó desactivado, casi convencido de que esta boda no era real, no tenía nada que ver con la historia de España, con la historia de una gran nación sino con una comunidad de pueblos más o menos cercanos. El pueblo parece resistirse a consumir un decorado infame, que indica el camino de una “España” disuelta, evanescente, en unas cuantas regiones y provincias. Esta era una boda más para nacionalistas de pueblos que para todos los españoles, más para provincianos que para ciudadanos, más para el consumo interno y el adormecimiento que para insuflar más vida a una nación. Lo siento por la novia. Ella no tiene ninguna responsabilidad del fiasco.