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Federico Jiménez Losantos

Cómo se suicida la clase dirigente norteamericana

En lo estrictamente literario, pues, no puede hablarse sino de fracaso, gatillazo o ambiciones morales defraudadas

Es una lástima que “Yo soy Charlotte Simmmons” no sea una buena novela. O que de su autor, Tom Wolfe, se espere siempre un producto a la altura de su fama, no siempre justificada. Si se llamase, pongamos por caso, John Zabriskie Point, se habría convertido con sólo este libro en una celebridad millonaria, máxime tras el elogio del presidente Bush. Pero si el fulgurante cronista lisérgico de los años sesenta y setenta ya quedó en su última novela, “Todo un hombre”, muy por debajo de la vitriólica y formidable “La hoguera de las vanidades”, ahora decae aún más en su capacidad de concisión técnica y narrativa, huérfana de editor, que pese al actual centenario de Julio Verne (y de sus armadores los Goncourt) es una especie prácticamente extinguida.
 
Y es una lástima, porque el asunto que aborda “Yo soy Charlotte Simmons” es de una importancia trascendental para la sociedad de Occidente en general y de los Estados Unidos en particular: el minucioso, deliberado y estúpido suicidio moral de la élite intelectual universitaria. No es sólo un problema nacional, ya que buena parte de los mejores universitarios asiáticos y de otros países del mundo se están formando —o deformando— allí, sino porque el modelo generado, y degenerado, es contagioso y degenerativo, ya que América suele adelantar unos pocos años las tendencias del resto del mundo. Hay una diferencia estructural, no obstante, que conviene señalar: el sistema de internado mixto en las universidades de élite, normalmente precedido de unos años en unas escuelas secundarias (“high schools”) también de extraordinaria exigencia académica y sin las que es muy difícil el acceso a las mejores universidades, no se reproduce en otros lugares del mundo. Pero insisto: no estamos ante un problema americano, porque casi todos los premios Nobel de investigación científica y los grandes especialistas de cualquier otra materia están precisamente allí; y porque las condiciones lectivas —bibliotecas, profesorado, laboratorios, nivel académico— de estas grandes universidades norteamericanas (unas cincuenta sobre cuatro mil, aunque a oídos profanos sólo suene media docena; la Ivy League y poco más) son excepcionales, fruto mimado de la iniciativa privada que las abastece generosísimamente en lo material. Pero, ay, en ese ámbito, lo material no lo es todo. Cuando falla el resorte moral que en el individuo favorecido por el talento y la fortuna deben tensar la familia y la sociedad, el resultado es intolerablemente triste, por no decir indignantemente infame.
 
El asunto de la novela de Wolfe es, en cinco palabras, la corrupción de la Universidad. Pero hay un problema que lastra la novela de principio a fin y es que no se plantea, quizás porque es imposible en sólo un libro, que esa corrupción empieza en las ya citadas escuelas secundarias de élite, cuyo régimen de internado mixto es idéntico al de universidades como la Dupont descrita en “Yo soy Charlotte Simmons”. Hace pocos meses tuve ocasión de leer una novela en español —inédita— sobre una de esas selectas escuelas de secundaria a la que acuden no sólo los norteamericanos sino también los adolescentes asiáticos y, en menor medida, europeos, mejor preparados, más ricos (aunque el sistema de becas suele estar también al alcance de los pobres de alto nivel) y más ambiciosos. Pues bien, el panorama que se describe en esa novela es idéntico, si bien en un grado menor, que el descrito por Wolfe: una especie de frenético caos de sexo y alcohol, sin excluir otras drogas, al que se lanzan chicos y chicas durante el fin de semana, sin apenas excepción. Y en ese ambiente se hunden los mejores cerebros de su generación, sin que haya un solo Ginsberg para aullar en su nombre, seguramente porque trabaja en el departamento de literatura y comparte lo esencial de esa corrupción.
 
Los mecanismos que pervierten lo que estaba concebido como una meritocracia genuinamente liberal y profundamente democratizada son varios: el más llamativo —y el que lógicamente elige en primer lugar Tom Wolfe— es el de las secciones deportivas de las grandes universidades, que a cambio de la publicidad que generan han creado un modelo monstruoso de héroe, referencia y envidia de todos: el deportista superdotado al que se le perdonan su ignorancia y su indolencia, se le regala un título, se le proporciona una vida de lujo y sexo sin limitaciones, saltándose todas las reglas universitarias, implícitas y explícitas, a cambio de proporcionar a la universidad la popularidad que genera este tipo peculiar de competición, cantera de la NBA y otras ligas millonarias. Un profesionalismo, ojo, que se parece escalofriantemente al “amateurismo marrón” de los países del socialismo real, la URSS y la RDA de ayer, la Cuba de hoy. Y en el que los que podrían ser buenos estudiantes sin dejar de ser grandes deportistas han de comportarse como bípedos iletrados para no ser marginados por los otros jugadores y los propios entrenadores deportivos, reyezuelos millonarios de un Estado dentro del Estado. “Jojo” Johanssen es el prototipo de esta socialización forzosa de la estupidez. (Por cierto, que en Libertad Digital acaba de publicar Juanma Rodríguez una serie de cuatro artículos, “Paseando por la universidad de Dupont”, en el que pone nombre y apellidos reales a los que aquí son personajes deportivos de ficción. Hay que leerlos.)
 
El segundo telón de fondo de la trama de personajes de esta novela de Wolfe es el de las fraternidades, de gran tradición anglosajona y que, en realidad, no son hoy, si es alguna vez fueron otra cosa, que una diabólica  invención para perpetuar el clasismo, la discriminación, la estulticia y el abuso de poder de unos estudiantes sobre otros. El personaje de referencia es Hoyt Torpe, superguay entre los superguay, y la fraternidad modelo es la de Saint Ray, definida por Vance Phipps, presidente y gran amigo de Hoyt, como “una master card para hacer lo que te venga en gana” en esos cuatro años de belleza física y gloria social que, inexorablemente, echarán a perder toda una vida.
 
El tercer ámbito para el desarrollo narrativo es el de unos marginales, los “Mutantes del milenio”, cuyo principal personaje es Adam Geller, un judío pobre y con ambición pero sin los recursos materiales, físicos y sociales de los “golden boys” y “glamorous girls” que reinan sutil pero despóticamente en Dupont. Ese brillante Adam, que completa sus ingresos haciendo de escriba “negro” de los deportistas y repartiendo pizzas... es virgen. Lo que constituye en ese ámbito una maldición secreta casi tan terrible como la del sida.
 
Esta novela de 2004, tan actual y tan polémica, recuerda muchísimo a otra, hoy olvidada, que fue popularísima a finales de los años sesenta. Su autor era Glendon Swarthout, en inglés se titulaba “Where the boys are” y en español “Donde se reúnen los muchachos”. Yo la leí en el Círculo de Lectores y todavía puede encontrase en Iberlibro.com. Su protagonista era una chica sana y hermosa que llegaba aproximadamente virgen o al menos bastante inédita a Florida para los cuatro días de vacaciones de Thanksgiving. Allí encontraba a tres chicos de las diversas tendencias glamurosas de los “años del desmadre” tomwolfianos: el aristócrata universitario y social de la Ivy League, el coleguilla entrañable y el hippie contracultural. Excitada, confundida, abrumada por las sensaciones y perdida por su entusiasmo, la heroína, tras diversos lances, acababa temiendo haberse quedado embarazada sin saber quién sería el padre y embarcada en un yate lleno de jóvenes borrachos y colocados que ponía rumbo a Cuba, cómo no, y que afortunadamente chocaba y encallaba antes de salir del muelle.
 
Pues bien, Charlotte Simmons, la heroína de esta novela, es todavía más pardilla, más inocente y más estremecedoramente rural que aquella chica de finales de los sesenta. Y aunque en América estas cosas son posibles, el curioso lector, que por razones puramente estadísticas no suele pertenecer a las montañas Azules de Virginia, o Carolina, o alguna lontana altiplanicie de Utah, no acaba de creerse tanta inocencia y, por tanto, de emocionarse ante tanta ignorancia sobre los chicos, las clases sociales, la vida y sus alrededores. En el cine podría funcionar un personaje a lo Julia Roberts recién llegado de la granja de Oklahoma con un formidable bagaje de lecturas y una conmovedora idiocia sexual. En la novela, es inverosímil que en 2005 una chica de dieciocho años, inteligente, atractiva y que ha leído a Stendhal, lo desconozca todo acerca “Del amor”. Lo demás, hasta el agridulce y precipitado final de la historia, cae o decae por su propio peso.
 
Las novecientas páginas de “Yo soy Charlotte Simmons” son otro elemento disuasorio para el lector. Ahí es donde más se echa en falta a un editor implacable tipo Goncourt, capaz de reducir a la mitad tan minuciosa redundancia. La traducción a jerga española juvenil del original inglés le quita, paradójicamente, fuerza, por lo vulgar y redundante que resulta el discurso de los personajes. En lo estrictamente literario, pues, no puede hablarse sino de fracaso, gatillazo o ambiciones morales defraudadas. No obstante, para un educador, incluso para cualquier padre con una semana de vacaciones por delante, es una lectura que puede resultarle razonablemente grata y muy instructiva. Parece que habla de otro mundo, pero desde que España descubrió América, todos los mundos están en éste y éste nuestro de aquí también se juega su futuro allí. Siempre es bueno conocer las reglas del juego, sobre todo cuando, como en la educación superior  de nuestros hijos, vamos perdiendo.      

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