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Los aniversarios de la Constitución predisponen a la busca del tiempo perdido. La exploración puede quedarse en una secuencia de imágenes de la España de finales de los setenta, contrapuestas a las de la España de décadas después. ¿Décadas? Se diría que ha pasado un siglo entre aquellas calles que surcaban pequeños utilitarios, que no ocultaban su condición de coche barato, y las de ahora, pobladas por vehículos de primera, sin contar con las lujosas limusinas oficiales que tanto abundan gracias al Estado autonómico que entonces fue alumbrado.

La España del 78, que visualmente resulta tan distante de la actual, también políticamente se encuentra lejana. Casi en las antípodas, en ciertos aspectos. La situación política ha evolucionado, mejor dicho, se ha revolucionado, pues ha transitado de la tolerancia a la intransigencia, de la cohesión a la polarización. No quiere decirse que las distintas fuerzas políticas se asemejaran y formaran una piña hace treinta años, sino que existía un propósito común de la aplastante mayoría de la sociedad española.

Suele atribuirse el consenso que finalmente presidió la elaboración del texto constitucional a la buena voluntad de los políticos de la época. Sin restarles méritos a quienes trabajaron por una Constitución no partidista, que no impusiera un modelo ideológico específico, hay que señalar que su principal logro fue obedecer a aquellos designios del pueblo español. El tan mentado espíritu de la Transición consistió en la existencia de una voluntad general de construir una democracia que permitiera superar los viejos contenciosos.

Ese deseo de convivencia obligó a ciertos partidos a abandonar posiciones maximalistas, aunque no a todos, desde luego. Para el nacionalismo, la descentralización acometida no era la estación término, sino el punto de partida. No un fin, sino un medio. Ni siquiera la discutida introducción de las "nacionalidades" en el artículo 2 logró satisfacer su apetito. Pronto se vería cuánta razón tenía Julián Marías al advertir que no se puede contentar a los que no quieren contentarse. Y cómo no se equivocaron quienes se opusieron al término aquel por entender que era tanto un error lingüístico como político.

El afán conciliador del momento, acertado en general, pecó de ingenuo en todo lo relacionado con el nacionalismo. Y también respecto del terrorismo nacionalista, el cual multiplicaría su actividad criminal durante aquellos años, desmintiendo así a quienes lo consideraban –y aún consideran– como un residuo de la dictadura franquista.

La relativa penuria de la España de entonces contrasta enormemente con la prosperidad de los últimos tiempos –que ahora peligra– pero el contraste es todavía mayor entre la sociedad que hizo la Transición y la Constitución, y la que actualmente asiste a la encubierta voladura del proyecto común que representan ambas. Pues asiste a ello, en su mayoría, con indiferencia, inconsciencia, desorientación o consentimiento tácito.
Los treinta años que han pasado desde aquel 6 de diciembre hasta hoy pueden y deben contarse como el proceso de destrucción de la naciente sociedad civil que emergía del tardofranquismo. Por el camino, ciertamente, se ha ganado en riqueza, pero se han perdido los valores que fundamentaron el gran pacto civil de hace tres décadas.

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