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Gina Montaner

Ingrid o el silencio

La ex candidata presidencial ha declarado a la revista Vanity Fair que primero y antes que nada le da las gracias a Hugo Chávez por su liberación. A nadie puede sorprenderle el malestar que ha causado en Colombia su desapego y miopía política.

Sólo faltaba ella. Ingrid Betancourt acaba de publicar No hay silencio que no termine, unas memorias en las que narra su versión de los seis años que compartió con otros secuestrados en manos de la guerrilla de las FARC. Como era de esperar, el libro promete ser un best-seller, sobre todo después de la entrevista que Oprah Winfrey le ha hecho en su popular programa.

Sin las pasiones encendidas que despierta en Colombia, donde, según encuestas recientes más del 80% de sus compatriotas la rechaza, lo cierto es que incluso desde fuera a uno se le hace difícil sentir abierta simpatía por esta mujer que, sin duda, sufrió enormemente las vejaciones a las que fue sometida. Ingrid, que es atractiva, inteligente y de modales exquisitos, lo tiene todo para seducir y persuadir a sus interlocutores, pero de la espesura de la selva también salieron otras voces que la han retratado como una criatura arrogante, egoísta y manipuladora. Los testimonios que sus compañeros de secuestro se apresuraron a publicar antes de que ella los opacara, echan por tierra su imagen; y desde luego sus declaraciones no la han ayudado a ganar amigos.

Primero fue la reticencia a agradecerle de corazón al gobierno de Álvaro Uribe una arriesgada y brillante operación militar que consiguió rescatar a su grupo de un prolongado secuestro. Poco después se refugió en Francia con un afán de distanciarse de su pasado, como si su gente y su propio país fuesen los responsables de su desdicha. Ingrid parecía haber borrado el recuerdo de su empeño por adentrarse en la selva cuando era candidata a la presidencia, en contra de las advertencias de las autoridades. Después de aquella "Operación Jaque" que dejó a todos boquiabiertos, los liberados que bajaron del helicóptero muy pronto mostraron que cada uno traía su verdad de lo que habían padecido. Ingrid y Clara Rojas, en otros tiempos compañeras de partido, no se dirigían la palabra. Los contratistas estadounidenses que convivieron con Ingrid la describieron como un ser implacable y traicionero. Su propio marido, Juan Carlos Lecompte, hasta el día de hoy no puede zafarse el gesto de perplejidad por el trato tan frío que su todavía esposa le ha dispensado. Por si fuera poco, Ingrid ha pretendido exigirle al Estado colombiano una indemnización millonaria por haber sido víctima de un secuestro que ella misma propició por su temeraria imprudencia. Para rematar el asunto, la ex candidata presidencial ha declarado a la revista Vanity Fair que primero y antes que nada le da las gracias a Hugo Chávez por su liberación. A nadie puede sorprenderle el malestar que ha causado en Colombia su desapego y miopía política.

Ingrid Betancourt ha dicho que se siente muy dolida con los colombianos por el rencor y la incomprensión que le manifiestan. Esta mujer con rasgos narcisistas y acostumbrada a deslumbrar a los otros con su charme indiscutible, no puede comprender que una mayoría aplastante hoy la rechaza. No obstante, tras ver la entrevista que Oprah le hizo, sería injusto negar su dominio de las palabras; su capacidad de mostrarse en todo momento sosegada; su habilidad a la hora de admitir sus defectos y errores, pero instando a los demás a perdonarla. Algo que quizás no esté dispuesta a hacer Clara Rojas, quien ha desmentido las revelaciones íntimas que de ella hace su antigua amiga.

Sin duda, Ingrid Betancourt se erigió como figura polarizante en aquel submundo de jaulas, cadenas, golpizas y otras atrocidades innombrables. Es muy posible que, sabiéndose la joya de la corona para una debilitada guerrilla que en cualquier momento la podía utilizar como moneda de cambio, osó a ser más rebelde porque era más probable que mataran a los demás antes que a ella. Los otros secuestrados, que no contaban con el apoyo mediático del exterior, nunca agradecieron sus gestos envalentonados y poco solidarios. Difícilmente habrá reconciliación.

En la vida uno se mide a todas horas y en las más variadas circunstancias. A esos hombres y mujeres que tuvieron el infortunio de caer presos en la jungla les tocó poner a prueba sus virtudes, defectos y debilidades en el peor escenario posible. Lo que queda de aquella pesadilla son sus alegatos para reconstruir un horror que, en ocasiones, fue su propio espejo.

Ingrid siempre dijo que lo que había ocurrido en la selva allí debía quedarse, pero ni ella ni sus antiguos compañeros han podido guardar lo que tanto les quemaba por dentro. Ahora que todos han sacado a relucir sus verdades, tal vez les llegó el momento del silencio para seguir viviendo.

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