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Agapito Maestre

Vivir en peligro

Ante la tragedia de Japón es menester volver a reconocer que la civilización entera es dependiente de la ciencia y de la técnica.

Ante la triple catástrofe –terremoto, tsunami y fuga de un reactor nuclear– de Japón, es difícil no sentir vértigo. Un malestar ciudadano que nos exhorta a pensar sobre qué sea vivir en sociedad. Aparte de la lección de ciudadanía que están dando al mundo los japoneses, creo que es menester hacer un esfuerzo de pensamiento. De matización. Creo que ni todo está resuelto con un modelo tecnócratico de política, que termina arruinado la propia esencia de la política, ni todo está dicho descalificando a los ecologistas, cualquiera que fuera su signo, llamándoles críticos románticos de la ciencia en lo que se refiere al debate aquí y ahora sobre la energía nuclear. Es necesario circunstanciar. No es el debate de las centrales nucleares hoy igual que ayer. Tanto las posiciones críticas como las de sus defensores han cambiado.

En todo caso, tendremos que reconocer varios cambios radicales en los modelos de sociedad de las democracias occidentales para abrir un debate limpio. Para empezar unos y otros reconocen que, desde hace décadas, los procesos formales de racionalización de la vida pública en las sociedades democráticas fueron puestos en evidencia tanto por la opinión pública-política como por las ciencias sociales que estudiaban esos procesos. Desde los límites de la organización de los tiempos de trabajo hasta la compatibilización de la vida profesional y la familiar, pasando por la moralización pública de los modelos de desarrollo científico-técnico, eran y son cuestiones que, en buena medida, han logrado frenar el llamado proceso de racionalización instrumental de la modernidad, preocupada únicamente por medios y no por fines, de las sociedades contemporáneas.

En esa circunstancia que señalaba, sin duda alguna, un cambio de valores que pasaba de una visión homogénea y, hasta cierto punto, romántica de un mundo absolutamente administrado, a una visión civilizadora permanentemente cambiante e imaginativa de la sociedad, apareció un debate importante en la década de los setenta y ochenta: el movimiento ecologista. Éste tuvo cierto éxito, entre otras razones, porque puso en evidencia que la racionalidad instrumental tenía límites, o sea, consiguió un desencantamiento de aquello que pretendía desencantarnos. En otras palabras, nos percatamos de que el origen de los peligros de la civilización no sólo proceden de la imprevisible y caótica naturaleza, sino que están en los riesgos no previstos y las consecuencias paralelas del propio mundo científico-técnico. ¡Cómo no reconocer la contribución del ecologismo a la civilización actual!

Pero de ahí, de un ecologismo más o menos crítico con el modelo tecnocrático, se pasó a un ecologismo fundamentalista que reivindicaba unas construcciones "mitológicas", por ejemplo, un supuesto "derecho" premoderno de la naturaleza cuando no un "iusnaturalismo" irracional, por encima del humanismo moderno basado en el modelo de una racionalidad científica. Por desgracia, gran parte del ideario de los "ecólatras" ha pasado a las elites políticas europeas, que lejos de tomarse en serio los límites de la ciencia, se entregan a esas mitologías. Del modelo tecnocrático, o sea, se hará lo que diga la ciencia, se habría pasado, casi siempre por oportunismo electoral, al modelo romántico, es decir, se hará lo que diga el ecologista por imbécil que sea.

Ante la tragedia de Japón es menester volver a reconocer que la civilización entera es dependiente de la ciencia y de la técnica. Los fundamentos materiales y espirituales de nuestra civilización son incompresibles sin el paradigma de la racionalidad moderna que no es otro que el llamado "modelo científico". Pero ese reconocimiento, a todas luces ilustrado, no significa en modo alguno que no prestemos atención a los límites del propio proceso científíco- técnico. El movimiento ecologista de la década de los setenta y ochenta puso en evidencia esos límites; incluso el propio desarrollo científico ha hecho de la autocrítica y evaluación normativa de la misma ciencia el eje fundamental de su desarrollo actual, pero es menester parar en algún momento esa "crítica" si no queremos caer en la histeria contrailustrada y romántica.

En fin, creo que es plausible un punto intermedio en el asunto de la energía nuclear entre el vivir sin peligro, felices como estultos, al que aspiran los ecologistas ecólatras y la irresponsabilidad organizada de los Gobiernos europeos ante los efectos colaterales de los riesgos no previstos por la ciencia contemporánea.

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