
¿Ha pensado alguna vez cuál es el número más importante de su vida? ¿El número de hijos que ha traído al mundo? ¿Su número de DNI? ¿Esa combinación de La Primitiva que no puede olvidar? ¿El PIN de su smartphone?
El matemático de la Universidad de California en Long Beach James D. Stein se hizo un día esa pregunta. Pero el resultado de su indagación fue algo más complejo que la lista que acabo de mencionar. En realidad Stein quiso saber cuáles son los números fundamentales para la vida, no para nuestras vidas efímeras y modestas, sino para la Vida con mayúsculas, para la existencia de la naturaleza y el cosmos.
El resultado es un bello libro aún no traducido al español (Cosmic numbers) en el que se recogen los 13 valores numéricos necesarios para entender el cosmos.
Muchos de nosotros estamos familiarizados, por ejemplo, con la constante gravitacional, que simbolizamos con la letra G. G fue la primera constante universal definida y quizás por eso es la menos rigurosa de todas las constantes físicas que conocemos. La fuerza de gravedad es extremadamente débil. Sí, es cierto que puede mantener atrapada a la Luna alrededor de la Tierra pero, igualmente, usted es capaz de combatirla todos los días levantando la mano para rascarse la oreja. Los matemáticos solo han sido capaces de medir G con una precisión de una parte entre 10.000. Es decir, que han sido incapaces de medirla realmente, así que solo tenemos una aproximación, gracias a la labor de Newton primero y Cavendish más tarde: G=6,6738(80) x 10-11. No hace falta aprenderlo de memoria.
Otro de los valores con los que más familiarizados estamos es el de la velocidad de la luz. Los seres humanos se dieron cuenta de que la velocidad del sonido era finita cuando inventaron el cañón: uno podía ver la bala aproximarse antes de escuchar el estallido. Galileo fue el primero en preguntarse si ocurriría lo mismo con la velocidad de la luz: ¿es también finita? A pesar de que creó un complejo experimento haciendo a dos hombres a gran distancia encender antorchas para medir con un rudimentario telescopio el tiempo que tardaba en verse su luz, el genio de Pisa no fue capaz de dar respuesta a su pregunta. Solo a finales del siglo XIX la ciencia contó con tecnología suficiente para medir la velocidad de la luz con un margen de error de menos del 0,02 por ciento: 299.792,458 metros por segundo. La friolera de mil millones y pico de kilómetros por hora. Gracias a ello Einstein revolucionó el mundo de la física con su teoría de la relatividad.
Algunos otros números nos resultan menos conocidos. Se llama cero absoluto a la temperatura más baja posible. A esa temperatura, el nivel de energía interna de un cuerpo no puede descender más. Las partículas que componen la materia dejan de moverse y, por mucho que lo intentemos no podremos enfriarla más. Su valor es de 273,15 grados bajo cero. Y, curiosamente, aunque nos parece que el universo es un espacio lleno de soles calientes y planetas volcánicos, su temperatura media es sólo de unos grados por encima de este valor. El universo está muy frío.
Un valor interesante resulta el número de Avogadro. Desde los albores de la química, allá por el siglo XIX, sabemos que cualquier compuesto es una colección de moléculas. Bañarse en agua caliente es en realidad sumergirse en una piscina de minúsculas bolas de hidrógeno y oxígeno. Pero ¿cuántas? ¿Se puede medir el número de moléculas de una sustancia? Amadeo Avogadro llegó al rescate en 1811 al proponer una medición a la que dio nombre. El número de Avogadro es la cantidad de moléculas o átomos existentes en una unidad de sustancia cualquiera. En 12 gramos de carbono, por ejemplo, hay tantas moléculas que no podría expresarlas en estas líneas (el valor tiene más de 23 ceros).
Termino con uno de mis números preferidos: el número omega. Sabemos cómo nació el cosmos y qué aspecto tiene ahora. Pero no sabemos bien cómo morirá. Su destino depende en gran medida del valor que le demos a este número omega. Si lanzamos una piedra al aire sabemos que terminará cayendo. Cuanto más fuerte sea el lanzamiento más alto subirá la piedra, pero siempre terminará por volver. Salvo que tengamos un dispositivo tan potente que permita que la piedra escape a la gravedad terrestre. Es lo que hacemos con los cohetes espaciales. Todo depende de la relación entre la velocidad de escape del objeto y la fuerza de atracción del planeta.
El universo funciona de manera similar. El Big Bang lanzó la materia a una gran velocidad, pero no sabemos si lo hizo con tanta fuerza como para que el cosmos siga expandiéndose o si, como ocurre con las piedras, algún día la propia atracción de las galaxias compensará la velocidad de expansión y el cosmos empezará a dar marcha atrás y a caer sobre sí mismo. Todo depende de su masa real, sumadas todas las estrellas y planetas y gases y nubes de polvo de todas las galaxias del espacio. Omega mide la relación entre la masa total del universo y la mínima cantidad de materia que sería necesaria para que se produjera la caída sobre sí mismo, la contracción final. Sabemos que esa relación está en algún lugar entre el 0,98 y el 1,1. Pero ignoramos con exactitud el valor. El destino de todo lo que nos rodea (y cuando digo todo quiero decir TODO) depende de esos decimales de más o de menos.
Para que luego digan que estudiar matemáticas no sirve para nada.
