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Cristina Losada

¿Qué políticos queremos?

Los únicos a quienes se animaría (más) a dar el salto a la política es a los que ya forman el grueso de nuestra elite gobernante: los funcionarios.

Pedro Sánchez secretario general del PSOE, hizo un solemne anuncio a la hora del desayuno, que es la hora en que los políticos españoles proponen y luego, sabe Dios, pues solo él dispone. "A los ciudadanos se les debe representar a tiempo completo; un diputado no puede volver los jueves a su circunscripción y dedicarse a sus negocios en sus días libres y, mucho menos, ser diputado en los ratos libres", dijo. Merece le pena subrayar con lápiz rojo lo de "sus negocios", porque en España el término negocio es intrínsecamente sospechoso. En especial, por no decir en exclusiva, cuando es otro el que lo hace. Y ya si se asocia "negocio" a político, entonces todo el mundo piensa en el Código Penal.

Dicho en la jerga, lo que propone el dirigente socialista es un régimen de incompatibilidad total para los diputados y senadores, pues ahora hay uno digamos parcial. En esta legislatura, sin ir más lejos, 237 diputados obtuvieron el dictamen de compatibilidad, aunque muchos con la advertencia de que no pueden recibir remuneración pública ni "menoscabar el régimen de dedicación absoluta a las tareas parlamentarias". Entre los que pueden compatibilizar su actividad en el Congreso con otra privada hay abogados, médicos, farmacéuticos y tertulianos, caso este último del que luego habló Sánchez y que merece un punto y aparte.

Estoy convencida de que la propuesta de Sánchez obtendrá aplauso, justo por ese carácter total, sin matices ni excepciones. Cuando se trata de los políticos, nada parece hoy suficiente para disciplinarlos, sobre todo si hay dinero de por medio. Por ello no me cabe duda del favorable juicio popular a decretar la incompatibilidad absoluta: ya se llevan un buen sueldo, ya tienen suficientes privilegios, así que prohíbase que ganen con sus profesiones (los que las tengan), un euro más. Esto suena bien, pero plantea algunos problemas con otra crítica que se le hace a nuestra clase política: la de que apenas ha tenido contacto con la "vida real".

Lo incompatible es esto: por un lado, se quiere tener en los parlamentos a personas que hayan trabajado en el sector privado, que sepan qué es una nómina, que hayan tenido una empresa o que conozcan la complicada vida del autónomo; por otro, se quiere que una vez que estén en el parlamento dejen por completo su actividad profesional. Cierto que en algún caso es posible abandonar la profesión y volver más adelante a ella, pero en muchos otros será un camino sin retorno. Lo que se incentiva así es que el representante político se quede para siempre en la política, o lo intente (ahí vienen luego las puertas giratorias). Y lo peor: se desincentiva el acceso a la política del profesional cualificado.

Bien mirado, los únicos a quienes se animaría (más) a dar el salto a la política es a los que ya forman el grueso de nuestra elite gobernante: los funcionarios. El funcionario puede abandonar su actividad profesional sin gran perjuicio: su plaza estará ahí cuando decida (o le decidan) regresar. Como ha escrito Víctor Lapuente Giné en La enfermedad institucional de España, mientras en los países anglosajones y nórdicos se intenta separar las carreras profesionales de funcionarios y políticos, en los del arco mediterráneo se admite una integración de ambas. En España es así hasta el punto, dice Lapuente, de que "no existe mejor plataforma para entrar en la política profesional que ser funcionario". Si lo hacen "no tienen nada que perder y mucho que ganar: un enorme abanico de cargos de designación política con mayor poder y mejor retribuidos que el suyo."

Habrá que aclararse un día de estos sobre qué perfil de político queremos. Yo esperaré (sentada) ese gran día y sólo diré una cosa más: me parece bien la propuesta de Sánchez de que los políticos no cobren por ir las tertulias, pero me parecería mucho mejor que no fueran. Mejor para la calidad del periodismo.

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