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Cristina Losada

La troika somos todos

La obsesión por la estabilidad del euro hace olvidar que hay otros elementos de riesgo. No es la economía, sino la política.

La obsesión por la estabilidad del euro hace olvidar que hay otros elementos de riesgo. No es la economía, sino la política.

Cuando Grecia entró en el euro, ninguno de los Estados que hicieron la vista gorda debió de ver en ello un grave peligro. Grecia, en realidad, la idea de Grecia como raíz de la civilización europea, no podía quedar fuera de uno de los proyectos políticos y económicos más importantes de Europa. Y no quedó, maquillaje de cuentas mediante. No es el único país al que le hubiera ido mejor fuera de la moneda única, pero no sirve de mucho lamentarse. En cualquier caso, no parecía que introdujera grandes riesgos por su escaso peso económico, y la sorpresa fue que sí: entre 2010 y 2012, en medio de una crisis económica devastadora, la posible quiebra de Grecia llegó ser para la Eurozona el equivalente de una bomba pequeña pero terriblemente destructiva.

Las circunstancias han cambiado. Hace un par de años, Tsipras, entonces ya posible ganador de unas elecciones, advirtió de que podía apretar el botón y detonar el artefacto: impagar la deuda y desencadenar un pánico que llevara a la implosión de la Eurozona, a un contagio y a una caída en cadena. Pero hoy, resueltas las dudas y afirmada la voluntad de hacer "cuanto sea necesario" para mantener el euro, la amenaza de la destrucción mutua ha perdido credibilidad. Es más, Syriza dejó de coquetear con la salida del euro, en línea con los deseos de la mayoría del electorado griego, y limó las aristas de sus propuestas económicas.

No había miedo, pese a lo que dicen los propagandistas, a un triunfo electoral de Syriza ahora. La opinión que prevalecía entre los dirigentes europeos era que el partido se moderaría aún más en cuanto se sentara en el Gobierno, y que si las cosas iban realmente mal la Eurozona podría aguantar el terremoto de un Grexit. El pronóstico, compartido por los analistas de mercados, era que un Tsipras primer ministro se iba a mostrar pragmático y se sentaría a negociar pacientemente, como todo el mundo.

El problema de este análisis no es que sea erróneo: es incompleto. La obsesión por la estabilidad del euro hace olvidar que hay otros elementos de riesgo. No es la economía, sino la política. Es un discurso político que pinta como culpable del desastre económico griego a una cruel Angela Merkel deseosa de infligir sufrimiento a un pueblo; que niega la solidaridad europea que ha existido con Grecia y con otros países; que alimenta el resentimiento entre unos países y otros, enfrentando a una Europa del Sur con una Europa del Norte; que cuestiona el carácter democrático de otros países europeos y de las instituciones europeas, y que presenta como a un grupo de sádicos usureros a una troika que se limita a realizar la política consensuada en la Unión. No, mire, la troika somos todos.

Es ese discurso y esa política, con su potencial destructivo para el proyecto europeo, lo que tiene que preocupar en Europa, porque no sólo triunfa en Grecia. Con variaciones y gradaciones, está presente y avanza en muchos otros países. Tsipras puede intentar que cambie la política europea, que se acabe la austeridad y que se vuelva a reestructurar la deuda griega. Nadie le negará legitimidad para ello, del mismo modo que él no debería negársela a los demás. Y si quiere recuperar la plena soberanía económica y financiera para su país, ya sabe cuál es el camino.

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