A las ocho de la tarde del viernes seis, con puntualidad publicitaria para llegar a tiempo a los diarios de tarde, Génova filtró un escueto parte de guerra con sólo dos nombres propios: Esperanza Aguirre y Cristina Cifuentes. Suficiente. No hacía falta más literatura para anunciar que, cautiva y dividida la taifa madrileña, el marianismo había alcanzado sus últimos objetivos militares. La guerra había terminado. Porque se trataba de eso, de una guerra y de una rendición.
Cuando Aguirre se ofreció el 23 de diciembre pasado para ser la candidata a la alcaldía de Madrid le puso en bandeja a Rajoy el asalto a la única fortaleza partisana que todavía se escapaba a su control de oligarca búlgaro. Que Rajoy no traga a Esperanza es el secreto peor guardado de España. Ella fue la que levantó el pabellón del "no me resigno" en la primavera de 2008, la que amagó con disputarle el liderazgo interno en el congreso de Valencia, la que se pasó el argumentario del partido por el dobladillo de la enagua, la que mantuvo encendida la llama votiva del apoyo a las víctimas del terrorismo cuando el guión heredado de Zapatero dejó de exigirlo, la que paseó a campo abierto en el guión de su escudo de armas el lema sagrado de España y Libertad. Rajoy tuvo claro desde el principio que sólo accedería a los deseos de su antagonista si obtenía a cambio una contraprestación que realmente mereciera la pena. Es decir, si le entregaba las llaves de la planta primera de Génova, que es donde se acuartela la tropa disidente de la regional de Madrid, para que los suyos pudieran poner patas arriba la guarida de los rebeldes. Y Lo triste del asunto, por mucho que ahora se empeñe en negarlo, es que Esperanza aceptó el trueque. Por muy duro que suene me temo que es la pura verdad. Hay demasiados testimonios que así lo acreditan. El diario ABC, bajo el titular "Rajoy toma el mando del PP madrileño", informaba ayer en primera página de que Aguirre había aceptado ceder el control regional del partido a cambio de la candidatura. En la portada de El Mundo -"Rajoy quiere que Aguirre deje de controlar el PP de Madrid"- se daba cuenta de una conversación entre Cospedal y Aguirre en la que la secretaria general le había pedido a la aspirante a la alcaldía que abandonara la presidencia del PPM. La conversación se produjo el viernes. El diario que ha hecho el trabajo sucio de macerar a Ignacio González en el mortero de una de las campañas más insidiosas que recuerdo daba por hecho que la rendición de Aguirre se produciría "en cuestión de horas, como mucho días" y que a partir de entonces una gestora con personas de la confianza de Génova tomaría el mando para confeccionar con las manos libres la candidatura a la asamblea de Madrid y para dirigir las campañas electorales de mayo y de noviembre. La noticia en ambos periódicos era, por lo tanto, esencialmente idéntica. La única diferencia estribaba en que ABC ya daba por hecho el acuerdo y El Mundo afirmaba que Aguirre se lo estaba pensando. Ambos coincidían, sin embargo, en que la parte fundamental del plan, la tala de González y las siembra de la cizaña, estaba decidida desde hacía meses. Y eso, con perdón, es lo que convierte la reacción de Esperanza Aguirre en increíble. Para empezar, porque si no quería aparecer como un monigote ante los ojos del mundo, tal como dijo en la Cope, podía habérselo dicho directamente a Cospedal sin esperar a la lectura de los periódicos del domingo. Y segundo, y sobre todo, porque es impensable que ella no supiera en qué consistía el plan de Rajoy. Sabía todo el mundo. También de eso hay pruebas concluyentes en la hemeroteca. El 1 de enero Bruno García Gallo escribió en El País: "La tesis, compartida por la mayoría de fuentes consultadas, es que Rajoy busca a un candidato con el que meter la cuña en el PP madrileño, con el que quitarle el control a Aguirre". En la crónica se leía a continuación:
Varias fuentes consultadas creen que Rajoy hará "lo que tiene que hacer" en el Ayuntamiento, es decir, poner a Aguirre, y lo "compensará" en la Comunidad con un nuevo nombre que le sirva para iniciar la transición en el PP madrileño. Alguien de su confianza que pueda empezar como secretario general y terminar presidiendo el PP regional.
¿A qué viene ahora que Esperanza se haga de nuevas? Ojalá pudiera creer que detrás de sus palabras se esconde un arrepentimiento sincero por la felonía que ha perpetrado con su conducta. Pero me temo que sólo trata de salvar el tipo. En este caso la cólera de Dios parece fingida. Ojalá me equivoque.
Porque el caso es que, hasta el viernes, yo pertenecía a su club de fans. Admiraba su independencia de criterio, su falta de sumisión a las consignas de rebaño, su capacidad para correr riesgos yendo por libre, su aprecio por los valores, por las causas perdidas, por la diversidad zoológica de la militancia, por la verdad incómoda y por la lealtad con los proscritos. Era la voz de la democracia interna, de las primarias, de la ética, de la renovación. Y sin embargo, lo cierto es que en este episodio la hemos visto llegar a la cabecera del cartel municipal por decreto del dedo índice del líder máximo, sin haberse batido jamás durante los peores momentos del acoso mediático a Ignacio González, tras un ominoso silencio de dos meses que evoca el temor de quien teme moverse para salir en la foto, con la indignidad de quien intercambia principios por una efímera expectativa de poder. ¿Merece la pena ser candidata si el precio exigido por serlo pasa por dejar vacante la presidencia regional, decapitar a los tuyos y clavarse de hinojos ante la hornacina del caudillo? Ella, aunque ahora trate de disimularlo, tiene claro que sí.
Lo que está por ver, sin embargo, es si su cálculo obtiene el visto bueno de las urnas o le sucede lo mismo que a Chamberlain después de haber firmado la declaración de paz de 1938. Ignacio González podría entonces remedar a Churchill y decirle: "Tuvo usted que elegir entre la humillación y la alcaldía. Eligió la humillación y se quedará sin la alcaldía". La pulsión de fondo que late en todas las encuestas, más allá de los pronósticos precocinados a favor o en contra de los partidos emergentes, pone de manifiesto que se ha establecido una flagrante competición entre lo nuevo y lo viejo. Hay demanda de nuevas caras, de nuevos mensajes, de hábitos nuevos y de nuevos tiempos. El bocado monumental que le mete Ciudadanos al PP en la encuesta de Metroscopia -ambos partidos se encuentran a la par en intención de voto, pero además con inercias antagónicas que empujan hacia arriba a los de Rivera y hacia abajo a los de Rajoy- demuestra el hartazgo del electorado hacia casi todo lo que es viejo. Ya veremos si Esperanza, que no pertenece a la hornada de la novedad, es capaz de superar ese corte. A Rajoy no le va demasiado en ese envite. Una eventual derrota le hubiera pasado factura en el caso de que hubiera recaído sobre un candidato de su estricta observancia, pero, así las cosas, si Aguirre se la pega en mayo habrá cavado ella sola su propia fosa y a él nadie podrá colgarle el muerto. No es que la pérdida de Madrid, la joya de la corona del poder territorial del PP, le venga nada bien, por supuesto, pero si se produce le reportará al menos el premio de consolación de haberse llevado por delante, para siempre, la orgullosa insumisión de la aldea de Astérix.