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José T. Raga

No es un mago

Es, simplemente, un presidente de Gobierno; el primer servidor civil del pueblo. Por lo tanto, sus decisiones están sometidas al reconocimiento de la realidad.

Es, simplemente, un presidente de Gobierno; el primer servidor civil del pueblo. Por lo tanto, su acción, sus decisiones –que nos afectarán a todos– están sometidas, como en los demás mortales, al reconocimiento de la realidad.

La voluntad, la imaginación, los deseos y hasta la retórica sobre ellos son extraordinariamente vastos; por el contrario, los medios con que se cuenta para hacerlos efectivos son muy reducidos. Son los que son, aunque opiniones y votos se empeñen en lo contrario.

El deseo inaplazable para algunos de sustituir a un Gobierno por otro de izquierdas ha generado un optimismo en parte de la sociedad y sobre todo en quienes por ello apostaron, de espaldas a lo que la comunidad pueda pensar –las últimas elecciones quedan muy lejos–, que se está traduciendo en peticiones, a mi entender, fuera de la realidad.

Que a todos nos gustarían unas pensiones más elevadas es algo que no precisa encuestas de opinión; tanto los hoy pensionistas como los jóvenes que esperan serlo mañana apostarían por una vida confortable al término de su período laboral, que les permita una ancianidad exenta de precariedad.

Los partidos políticos integrados en la comisión del Pacto de Toledo han acordado dejar sin efecto la reforma del sistema de pensiones públicas de 2013, para atender en el corto plazo –cuánto de corto, no lo sé– las peticiones de la galería. De nada ha servido el informe del Tribunal de Cuentas declarando la situación de quiebra técnica de la Seguridad Social.

Muchos dirán que, si esa es mi opinión o, más aún, la del Tribunal de Cuentas, otros, los pensionistas, también tienen derecho a opinar. Y, metidos en opiniones, la mía tampoco admite esta última.

El derecho a opinar viene limitado, por su propia naturaleza, a las materias opinables. En las otras –aquellas que infringen derechos humanos o que contradicen realidades patentes– es aconsejable, socialmente, que unas y otras se reconozcan como son.

¿Qué ocurriría si en cualquier Parlamento se sometiera a aprobación la Ley de la Gravitación Universal y fuera rechazada por amplia mayoría? ¿Dejarían los cuerpos de atraerse con una fuerza en función de su masa y de la distancia que los separa? Por favorable que fuera tal opinión, el resultado seguiría siendo una necedad.

El presidente del Gobierno tiene la responsabilidad, que no elimina la del Parlamento, de que lo que contradiga el mundo real no se lleve a término, pues el tiempo actuará como severo juzgador.

Buena parte de los miembros del actual Gobierno recibieron el beneplácito de la población con halagos demostrativos de ello. ¿Serán éstos los llamados a poner razón donde no la haya?

Mi duda es muy elevada, basándome en la respuesta de un amigo –ministro más de una vez–, ante mi extrañeza por determinadas decisiones en su propio ministerio: un ministro, dijo, carece en absoluto de poder; el único que realmente manda es el presidente del Gobierno.

Así pues, ¡que cada uno cargue con lo suyo!

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