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Jesús Laínz

Así se hacen las cosas por aquí

Los adoctrinadores separatistas comienzan a inocular el veneno desde parvulitos a través de todo tipo de acciones dirigidas a lo sentimental y lúdico.

Los adoctrinadores separatistas comienzan a inocular el veneno desde parvulitos a través de todo tipo de acciones dirigidas a lo sentimental y lúdico.
Carteles independentistas en una escuela catalana | Sociedad Civil Catalana y Asamblea por una Escuela bilingüe

Supongo que todos conocerán la historia, pero por si queda por ahí algún despistado, se la vuelvo a contar.

Hace no sé cuántos años, no sé qué científicos de no sé qué país hicieron el siguiente experimento con unos monos. Metieron a cinco en una gran jaula en medio de la cual colocaron una larga escalera. De vez en cuando abrían una trampilla en el techo y colocaban un racimo de plátanos en su cúspide. Cuando alguno de los monos comenzaba a subirla, los demás monos eran rociados con fuertes chorros de agua helada. Varias duchas después, todos los monos aprendieron lo suficiente como para dar una tunda de palos al que pretendiese volver a subir por la escalera. El paso siguiente fue sacar uno de los monos y meter otro nuevo. Volvieron a colocar un racimo de plátanos en la escalera y el mono recién llegado pretendió subir a por ellos, ante lo que sus compañeros, que sabían lo que se jugaban, se lo impidieron con violencia. Varias palizas después, se le habían quitado las ganas de volver a subir. Acto seguido sacaron otro mono del primer grupo y metieron un segundo mono nuevo. Sucedió lo mismo, con la curiosa novedad de que el primer mono sustituto, que no había conocido el agua helada pero sí los golpes, también participó en el linchamiento del novato. Siguieron sacando monos de la primera tanda y metiendo monos nuevos hasta que no quedó ninguno conocedor del castigo del agua. Pero todos los monos de la jaula sabían que había que sacudir al que pretendiese subir por la escalera, convertida en tabú sin que ninguno de ellos supiera por qué. Lo único que tenían que saber era que así se hacían las cosas por allí.

Con todas las obvias distancias existentes entre los simios y los hombres, esto mismo es lo que sucede en Cataluña –y en el País Vasco, dicho sea de paso– con el odio a España. Tengamos en cuenta que, aprovechando la inocencia e indefensión infantiles, los canallas de los adoctrinadores separatistas comienzan a inocular el veneno desde parvulitos a través de todo tipo de acciones dirigidas a lo sentimental y lúdico: dibujos, juegos, representaciones, excursiones, canciones, desfiles, himnos, etc. Maltrato infantil que, sorprendentemente, nunca ha sido suficientemente denunciado y apuntado en la lista de cargos contra el separatismo. Y dicho maltrato infantil se apuntala posteriormente con mil mentiras desplegadas con abrumadora insistencia en libros, aulas, medios de comunicación y cualquier ámbito social. Un repugnantísimo ejemplo de ello es es el libro L’1 d’octubre explicat a la menuda, escrito por Adrià Pujol Cruells e ilustrado por Marta R. Gustems, modélico ejemplo de abuso infantil totalitario que, si hubiera sido editado en la Rusia de Stalin o en la Alemania de Hitler, hoy sería objeto de repulsa unánime, pero que, como se trata de la obra de separatistas catalanes, cuenta con las bendiciones de la conciencia democrática universal.

Dada la necesidad que experimenta la mayoría de los seres humanos de sentirse aceptados y arropados por el rebaño, no hace falta mucha elaboración intelectual para conseguir magníficos resultados. Es más, demasiados datos y demasiados razonamientos, lejos de ayudar, serían peligrosos, pues podrían provocar que alguno de los destinatarios arrancase a pensar por su cuenta. Y el que, niño o adulto, ose salirse del rebaño, ha de ser señalado, abucheado, ridiculizado, linchado, expulsado.

El pensamiento único separatista es abrumador. No existe otro. Si existiese, saldría por la tele, se mencionaría en las conversaciones y se debatiría libremente en cualquier lugar y ocasión. Pero no es así. Por eso millones de catalanes, especialmente los más jóvenes, manipulados por los adoctrinadores totalitarios, odian a esa España convertida en tabú, como la escalera del experimento. Y como han declarado en alguna ocasión niños que fueron entrevistados por alguna cadena televisiva:

–Odio a España. No sé por qué, pero la odio.

–Cataluña no es España. No sé por qué, pero no lo es.

–No me siento español. No sé por qué, pero no me lo siento.

–No quiero ser español. No sé por qué, pero no quiero.

–Quiero la independencia. No sé por qué, pero la quiero.

Efectivamente, lo único que tienen que saber es que así se opina y se hace –y se siente y se odia– por aquí.

No será fácil disolver este quiste, tan arraigado en cientos de miles de catalanes engañados que defienden de buena fe el veneno cuya inoculación ni siquiera percibieron. Desde luego, ninguna solución debemos esperar ni de los gobernantes catalanes ni, menos aún, de los incapaces, cuando no cómplices, gobernantes monclovitas de cualquier partido. Sobre todo del esencialmente hispanófobo PSOE, capaz de alcanzar las más bajas simas de la infamia, como demuestra cada día.

Pero cometamos la imprudencia de atrevernos a creer en la dignidad humana, que está por encima de tiempos, lugares, ideologías y circunstancias personales. Quizá algún día, por uno de esos extraños estremecimientos colectivos imposibles de prever, llegue el momento en el que un número significativo de catalanes empiecen a darse cuenta no sólo de que les han engañado, sino de que hasta les han manipulado los sentimientos. Y el día en que eso suceda, la reacción contra el totalitarismo separatista puede ser abrumadora.

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