La política-espectáculo tiene la gran ventaja, para los que la practican, de atrapar la atención de todo el mundo y dirigirla hacia ellos. Una atención inmerecida que les resulta muy rentable. Saben bien que un escupitajo en el Congreso vale más que cien discursos. Aunque quién dijo escupitajo. El autor lo niega. Sólo dijo ¡buf! Era un discurso, no un salivazo. Y el presidente del Gobierno considera que todos, un todos ecuménico, deben pedir disculpas "a la sociedad". Porque el lapo es general. Va a ser que no es de nadie, como el dinero público. Habrá que preguntarle a Carmen Calvo.
La beneficiada por el gargajo de los de Esquerra fue precisamente la vicepresidenta. Ha pasado desapercibida su respuesta a una pregunta de Juan Carlos Girauta sobre el cambalache para el reparto del Poder Judicial. Respuesta cuyos términos demagógicos dejaron al desnudo la auténtica esencia de esa práctica partitocrática. Al tratar de revestir de virtud democrática el procedimiento actual de elección de los vocales del CGPJ, lo que asoma, descarado, es el cartón.
La democracia a la que apeló Calvo para justificar el cambalache no es la democracia de la separación de poderes. Es la de concentración de poderes. El Poder Judicial, como poder del Estado que es, tiene que salir, dijo, "de este lugar, que es donde está la soberanía", y "rendir" allí. No dijo "rendir cuentas", aunque se supone. Yo no sé exactamente qúe significa en términos Calvo que el Poder Judicial rinda cuentas en el Parlamento, pero nos daríamos con un canto en los dientes si la rendición de cuentas del poder político fuera más rigurosa.
Sé, en cambio, como cualquiera, de dónde viene esa defensa de la partitocracia en nombre de la democracia aplicada al Poder Judicial. Es el embozo retórico de la famosa ley de 1985, conocida popularmente como el entierro de Montesquieu.
El partido socialista enterró a Montesquieu en nombre de la democracia. No de la democracia liberal de controles y equilibrios (checks and balances), sino de la democracia reducida al hecho electoral. De lo que quiso asegurarse entonces el Partido Socialista es de que el Poder Judicial no tuviera el sesgo conservador que le suponía. El asunto de interés no radicaba en que fuera más eficiente ni mucho menos más independiente, sino más permeable a las necesidades políticas de sus Gobiernos. Más dependiente del partido.
Enterrar la separación de poderes fue posible porque el beneficio de la estocada a la independencia judicial se podía compartir. Con otros partidos. En asuntos fundamentales no falta nunca el consenso. Tardará más o menos, pero todos los participantes están motivados: todos sacan algo. El whatsapp de Cosidó no era más que la venta interna de la parte del beneficio que recibía el PP. Y si eso era malo, peor es vendérselo al público en nombre de la democracia. Por lo menos, ya que lo hacen, no engañen a nadie. Díganlo a las claras, por delante: nos lo repartimos así, como buenos piratas, esta para mí y esta para ti.
En su ardor demagógico, Calvo acusó a Ciudadanos de ir "a contramano de cualquier principio democrático" y preguntó enfáticamente: "¿Ustedes qué entienden por separación de poderes y por independencia judicial?". Es una pregunta que rula estos días por circuitos afines al Gobierno. Nadie sabe allí qué puede ser la independencia judicial. Es un enigma. Un misterio. Quieren decir, para qué darle vueltas, que es una tontería. Que el Poder Judicial tiene que emanar y depender enteramente de los representantes electos porque la democracia es así. Esto, que es lo que vino a decir la vicepresidenta, no representa sólo –ya que estamos con las glándulas– un escupitajo a la independencia judicial. Es un escupitajo a la democracia liberal. Lástima que una grosería tabernaria tapara la de más alcance. La grosería política e intelectual.