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Amando de Miguel

El hombre y la organización

El hombre común no es nada ante la prevalencia de las siglas.

No cabe duda del gran progreso que ha supuesto en nuestra época la implantación de las organizaciones de todos los tamaños y para los más diversos fines. Pero todo en demasía suele ser peligroso y dañino.

Otro factor de avance social es la aceptación del principio de igualdad. Mejor dicho, puesto que los humanos no podemos ser enteramente iguales, lo fundamental es ir amortiguando las desigualdades injustas, irritantes. La primordial no es acercar las condiciones de vida entre varones y mujeres, pues ya se ha conseguido un gran avance. Ni siquiera es la de acortar las diferencias entre pobres y ricos, que en Occidente son mínimas respecto a otros momentos históricos u otras culturas. La verdadera brecha de desigualdad es la desproporción que existe entre los individuos y las grandes organizaciones públicas y privadas. Tanto es así que parece que no existe o se disimula todo lo posible. Desde luego, los sindicatos y otros grupos de defensa de intereses colectivos no parecen muy preocupados por el asunto.

Llegada la Constitución de 1978, se incorporó la figura del Defensor del Pueblo. Era un remedo de lo que se creía el sello de las auténticas democracias escandinavas, el modelo para el mundo. La idea no era mala, a pesar de su carácter acomplejado. La verdad es que en la práctica no ha pasado de ser una oficina pública para cubrir la apariencia de progreso. Pocos asuntos de importancia, y cada vez menos, han sido tramitados por los defensores del pueblo, pues se han reproducido en varias regiones. Pero lo esencial es que no se ha tocado la gran injusticia: la impotencia de los llamados ciudadanos ante los arbitrios de las grades organizaciones. Tampoco han servido de nada las innumerables oficinas de defensa de los consumidores, usuarios o clientes de las grandes organizaciones. El hombre común no es nada ante la prevalencia de las siglas.

Les he contado, como ilustración, ciertas escaramuzas para intentar defenderme de la prepotencia de ese gran monopolio que se llama Canal de Isabel II. No han servido de nada. La injusticia queda desatendida. Me mandan a los tribunales, pero en ellos las grandes organizaciones cuentan con una reata de abogados, pagados, naturalmente, por los clientes.

Ante mis desventuras, solo me consuela el mal de muchos. Concretamente, un atento lector de mis artículos me comenta su caso, que resulta mucho más irritante. Se trata de una pareja que mantiene una actividad artesanal en su casa como modesto medio de vida. Tan modesto es que llegó un momento en el que, por efecto de la crisis económica, no pudieron hacer frente a la factura del agua. El Canal, sin previo aviso, les cortó el suministro. Empezaron las engorrosas gestiones y trámites para reponer un derecho tan elemental como es el acopio de agua. Acudieron al Ayuntamiento, donde hay un servicio para estos casos. Pero esta es la fecha en que, después de varios meses de inútil papeleo, mis amigos siguen con los grifos condenados. La familia se apaña, mal que bien, subiendo todos los días al piso varias garrafas de agua desde una fuente pública. Vamos, como en el tiempo de los azacanes. Menos mal que han conseguido ducharse en el polideportivo del barrio. El sufrido comportamiento de estas buenas gentes me lleva a uno de los primeros recuerdos de mi infancia. En mi pueblo de nación no había agua corriente en las casas, ni siquiera pozos. Mi madre salía todas las tardes, con un cántaro sobre la cabeza, a proveerse de agua en un manantial situado a bastante distancia del pueblo. Yo solía ir con ella, más que nada por el juego de recoger unas hierbas que crecían en torno del manantial y que servían de ensalada. Ahora estamos en la época de las tecnologías informáticas y todo eso no son más que vagas añoranzas. Pero lo que domina es el Canal de horca y cuchillo, entre tras muchas organizaciones del mismo estilo.

Rectificación: En un artículo anterior decía yo que 2019 es un número primo. Otro lector atento, Alberto Hernández, me señala el error. No es número primo. Mi intención primera fue decir que el 19 es un número primo, pero no lo expresé así. Pido disculpas por mi manifiesta equivocación.

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