Alguien cuyo nombre no recuerdo escribió en alguna parte que uno siempre acaba pareciéndose a su peor enemigo. Y es verdad. Sin ir más lejos, justo eso es lo que le ha pasado a la izquierda toda de Occidente, tanto a la europea como a la norteamericana. A nadie han detestado más los progresistas de ambos lados del Atlántico durante el último medio siglo que a aquella pareja de hecho que formaron en su momento histórico Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Los odiaron con todas sus fuerzas. Tanto y tanto los repudiaron que, al final, acabaron asumiendo su misma visión del mundo. Y que fuese de modo inconsciente resulta en el fondo lo de menos. A fin de cuentas, la particular cosmovisión política y moral de Thatcher, el genuino paradigma ideológico que inspiró su personal acción de gobierno en todas las áreas de la realidad, se encuentra resumida en una de sus frases más célebres, lapidarias y erradas. "La sociedad no existe", sentenció Thatcher cuando el clímax de su victoria definitiva sobre los últimos rescoldos agónicos del viejo laborismo clásico, ya entonces a punto de recibir anodina sepultura a manos de Blair y los tecnócratas globalistas de la Tercera Vía.
¿Quién nos iba a decir que, con el correr de los años, también la izquierda, esa izquierda hija de la Ilustración que mamó desde su nacimiento mismo la idea de ciudadanía alumbrada por la Revolución Francesa, iba a acabar repitiendo con Thatcher que la sociedad no existe? Porque justamente eso, que la sociedad no existe, es lo que piensa hoy la izquierda feminista realmente existente. Una izquierda, la contemporánea, en la que para nada se reconocería, por ejemplo, Rosa Luxemburgo, el aniversario de cuyo asesinato conmemoramos estos días. Y es que para Rosa Luxemburgo, como para toda la izquierda tradicional de siempre, una mujer era, ante todo y sobre todo, un ciudadano. Un ciudadano cuyos derechos civiles y sociales, había que defender, pero no por razón de su particular identidad sexual femenina, sino por su propia condición primera de ciudadano. Porque si algo definió, y desde siempre, las señas de identidad de la izquierda, ese algo era la voluntad de transformar la sociedad en un sentido igualitario fundamentado en el principio universalista de la ciudadanía. Pero malamente se podría transformar algo que previamente no existiese. Por eso para la izquierda histórica la sociedad siempre fue un todo único, no el resultado de la suma algebraica de una heteróclita y abigarrada multiplicidad de colectividades particulares y particularistas cuyos intereses resultasen, por lo demás, inconexos y ajenos entre sí.
Para la izquierda histórica siempre existió el pueblo. El pueblo y también la nación, por cierto. Para la izquierda descafeinada y deconstruida de ahora mismo, en cambio, el sujeto colectivo llamado pueblo se ha fragmentado en una variopinta y vistosa coalición de gais, lesbianas, activistas contra el heteropatriarcado, transexuales, jóvenes precarizados, minorías territoriales particularistas, inmigrantes desarraigados, ecologistas, animalistas, religiones refractarias a la modernidad y un sinfín de grupos específicos capaces todos ellos de exhibir su muy singular e intransferible agravio acompañado del siempre preceptivo rosario de estigmas privativos. Exactamente igual que Thatcher y Reagan, también esa ruidosa y colorista nada en que ha degenerado la vieja izquierda de Occidente entiende que la sociedad resulta ser únicamente la suma de sus agregados. La diferencia es que los unos la suponían el simple sumatorio de esa ficción teórica llamada "individuos" y los otros la quieren creer apenas una mera coalición de sindicatos de agraviados. En eso ha acabado la izquierda. Triste final.