Si alguien quiere que se hable de él y mucho más bien que mal, no tiene más que morirse. La parca en muchas culturas ha sido concebida como una niveladora universal. Guadaña la vida por igual a ricos y pobres, listos y tontos, malos y buenos, de aquí o de allá. En las pompas occidentales de la muerte, que siempre y naturalmente, es la muerte de otro, ya sea por hipocresía o por nobles sentimientos, los sobrevivientes suelen hablar bien del finado o, cuando menos, callar sus fechorías.
Esto es, una vez que en la danza de la muerte se baila la igualdad cosmobiológica, hasta los maltratados por el difunto consienten en una especie de ceremonia de perdón, que no de olvido, que puede simularse pero que es animalmente imposible. El gran jurado de los vivos, muy especialmente en las costumbres españolas, decide ante el interfecto de cuerpo presente que el muerto al hoyo y pelillos a la mar. Cuando menos, daño ya no podrá hacer. Sea auténtica farsa o sincero ejercicio de misericordia, el respeto al extinto se manifiesta en panegíricos, más o menos interesados, en encomios proporcionales a la capacidad de fingimiento, en apologías tal vez sinceras o en el viscoso silencio. Sólo algunos resistentes a la impostura o a la mentira se atreven a desafiar la convención funeral y atizar al caído.
Pero, claro, ¿cuál es la verdad? Por eso me atrae tanto la fórmula insuperable del Juicio Final – en la organización de espectáculos nadie ha ganado nunca a nuestra Iglesia -, que completa, en la cultura cristiano-europea que la asumió de otras religiones como subraya mi admirado Antonio Piñero, la cualidad igualadora de la muerte. Además de eliminar la supremacía vital de los privilegiados, trata de la justicia.
El Juicio Final, que por eso se llama así, quiere que la verdad, la de los hechos y la de las intenciones, resplandezca y que los malos sean castigados y sus víctimas compensadas, aunque sea en la otra vida. Eso de que el criminal siempre gane, como suele ocurrir, en dictaduras y en democracias, es desolador para quienes quieren ser, modestamente, ciudadanos libres y honrados. Aunque haya tribunales, se miente con impunidad clamorosa, se trafica con influencias alevosas y se puede influir en los veredictos desde el suficiente poder económico o político. Pero tal ignominia no puede consumarse en el juicio final, que resucita los cuerpos y desnuda las almas.
No conocí nunca a Alfredo Pérez Rubalcaba. Allegados de izquierda me dicen que fue un "hombre de Estado" sin especificarme de qué Estado, si del democrático o si de otro, el suyo, el que siempre el PSOE llevó sectariamente en sus entrañas o si tal vez de ese otro Estado, secreto, frío e infame, que nadie sabe qué es, quienes lo componen y cómo se perpetúa (pero existe). Algunos admiradores de la derecha me lo calificaron como un "tío de primera", pero no sé de qué clasificación, si la de la virtud, la de la inteligencia, la de la astucia, la de la perfidia, la del amor al poder o la del todo vale para conseguir el fin deseado.
Cuando pienso en él, se me viene a la cabeza un padre franquista, suboficial; el origen de la autodeterminación de regiones (Suresnes), un concepto doctrinario de la educación, los GAL, su famosa ilegalidad del día de reflexión tras el 11-M (acusó al PP de mentir complementando a otros que acusaron a Aznar de ser el autor indirecto y responsable, pues, del atentado más grave de la historia de Europa), del caso Faisán y el chivatazo policial a ETA…
Pero, naturalmente, no lo sé todo, ni todos sus hechos ni todas sus intenciones. Estos días me ha enterado de cosas nuevas. Algo del Rey de la Transición, algo de Rajoy, algo de Cataluña. Pero no es suficiente. Para saber la verdad sobre este personaje de la vida política española, sería menester seguir su caso con atención en el Juicio Final. ¿Comprenden por qué me inquieta tanto que tal instancia judicial no exista?

