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Cristina Losada

El PP sin competencia

La ventaja de que haya más competencia es simple: no todos van a fallar al mismo tiempo.

La ventaja de que haya más competencia es simple: no todos van a fallar al mismo tiempo.
Alberto Núñez Feijóo y Pablo Casado | EFE

Uno puede no ser fan del multipartidismo y no añorar tampoco la Edad de Oro. Aquella supuesta época dorada –siempre es mítica– en que dos partidos se repartían el pastel y no era tan complicado lo de las investiduras. Entonces, con la competencia entre partidos prácticamente limitada a dos grandes superficies –una en la izquierda, otra en la derecha–, parece, visto desde ahora, que todo rulaba mejor. O de forma más estable y predecible. Sin la tensión extra que introducen las constantes tentaciones de dar el sorpasso al competidor y las reacciones de los amenazados para triturar a ese competidor que les quita los que consideran sus votos.

De los problemas que ha traído la existencia de más competidores en un mismo campo político se ha dicho ya mucho. Desde abril, se habla sobre todo del lastre que supone la fragmentación para la derecha. Porque ahí la competición no es sólo entre dos, como en la izquierda, sino entre tres. Pero de lo que se habla menos es de si algún efecto de esta fragmentación es saludable. Naturalmente, el Partido Popular no verá nada bueno. Para él será todo negativo, nada positivo. Y lo que querría es que sus dos competidores dejaran simplemente de existir.

El otro día, Núñez Feijóo retrataba a los líderes nacionales como "una serie de políticos adolescentes a los que les hemos dado un Ferrari de 47 millones de pasajeros y están a punto de estrellarlo". La metáfora de Feijóo es potente y tiene gancho. Hay que suponer que el presidente gallego no incluye al líder de su partido, Pablo Casado, entre los púberes que conducen locamente ese Ferrari, regalo de unos padres inconscientes. Pero, con esa matización pendiente, lo que transmitía Feijóo en la entrevista era una añoranza de líderes experimentados, que comparten no pocos en estos momentos revueltos del multipartidismo. Y la definía con nombres como los de Rajoy y Rubalcaba.

Rubalcaba y Rajoy. Con esos nombres uno viaja a 2004. Al horror de los atentados del 11-M y a la reacción que organizaron el experimentado Rubalcaba y el novato Zapatero. Pero quiero limitarme al asunto de este artículo, que es ver qué pasaba cuando el PP ostentaba sin problemas la hegemonía en el centro-derecha. Y lo que pasó es que en 2004, después de aquellos días infames y de las elecciones, el Partido Popular quedó noqueado y desorientado. Aunque tuvo un número de votos y diputados que ya quisiera ahora. Pero en un momento crítico como aquel, frente a una victoria inesperada del PSOE que ni siquiera fue por mayoría absoluta, el PP se achantó, excepciones individuales al margen.

Un año después, la ola socialista llegaba a la región donde domina el PP, y lo desbancaba del Gobierno en coalición con los nacionalistas. Todavía estaba Fraga; fue su última vez. Y Feijóo se hizo con las riendas. Había sido el partido más votado, pero como si no lo fuera. Quienes realmente capitanearon la oposición a las políticas nacionalistas del bipartito PSdG-BNG, a la imposición lingüística en especial, fueron gentes de la sociedad civil, que crearon asociaciones, recogieron firmas, hicieron actos y manifestaciones y tuvieron que enfrentarse a las agresiones del nacionalismo radical. Unas veces contaron con apoyo de figuras del PP; otras, con su desconfianza: la habitual de los partidos hacia la sociedad civil que no controlan.

Son dos ejemplos, nada más. Aunque significativos. El PP, cuando estaba solo en el centro-derecha, ha pinchado en ocasiones decisivas, pese a conservar gran fortaleza electoral. Por qué ha sido así es otro tema. Tal vez se trata, como ejemplifica Feijóo, de que es más un partido de gestores de gobiernos que de líderes de la oposición. Pero este es el problema de que la oposición a la izquierda y al nacionalismo dependa de un solo partido: puede desinflarse y fallar. Ya ha ocurrido. Y la ventaja de que haya más competencia es simple: no todos van a fallar al mismo tiempo. La existencia de competidores hace que todos procuren espabilarse. Un solo partido puede servir para ganar, y depende. Pero también puede que no sirva para nada.

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