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Mikel Buesa

Después de la sentencia… la política

El daño ya está hecho y ahora lo que resta es todo lo demás. O sea, dar rienda suelta a la política para ver si se pueden reconducir las cosas.

El daño ya está hecho y ahora lo que resta es todo lo demás. O sea, dar rienda suelta a la política para ver si se pueden reconducir las cosas.
El presidente del tribunal del 'procés', Manuel Marchena | Imagen TV

En un país como España, donde la primera regla de la corrección política obliga a hablar con suavidad a los nacionalistas, a nadie debiera extrañar que la sentencia del Tribunal Supremo que acabamos de conocer constituya todo un ejercicio de eso mismo. Parece lamentable que la más alta magistratura judicial se haya dejado llevar por la corriente dominante en nuestro sistema político —sosteniendo una tesis infumable acerca de la "ensoñación" de los artífices del procés y dejando, de paso, con el culo al aire al Rey Felipe, o negándose a asegurar un mínimo cumplimiento de las penas dictadas—, pero así ha sido. Los magistrados dicen que a ellos "no (les) incumbe ofrecer soluciones políticas a un problema de raíces históricas" como si ello significara algo —pues todos los problemas sociales y políticos se engarzan en la sucesión de acontecimientos que configura la historia— y como si ello justificara las consecuencias que su esponjosa argumentación tendrá, inevitablemente, sobre la persistencia de los actos delictivos contra el Estado que no han sabido ni querido calificar en toda su contundencia penal. Quim Torra —quizás el único político genuinamente fascista que se nos ha colado en la gobernación española después del franquismo— se lo ha dejado bien claro: "Lo volveremos a hacer —ha dicho tras homenajear a quien le precedió en tales pretensiones y fue primero encarcelado por la República, y más tarde fusilado por el Régimen de Franco—, nunca desistiremos en el ejercicio del derecho a la autodeterminación". Claro que no se necesitaba al actual president de la Generalitat para constatarlo, pues fueron los propios condenados ahora por el tribunal presidido por Manuel Marchena quienes, despreciando cualquier signo de arrepentimiento, lo dejaron meridiano durante el proceso.

Pero el daño ya está hecho y ahora lo que resta es todo lo demás. O sea, dar rienda suelta a la política para ver si, después de esta batalla, se pueden reconducir las cosas hacia el respeto a la Constitución o si, por el contrario, el proceso nos lleva a dinamitar ésta y a deshacer definitivamente la unidad de España, tan trabajosamente construida durante los cinco últimos siglos. Nadie crea que esto son exageradas palabras, pues como señaló hace unos años, en sus Reinos desaparecidos, el historiador británico Norman Davies, "la transitoriedad es uno de los rasgos fundamentales tanto de la condición humana como del orden político" y, por ello mismo, "todos los estados y naciones, por grandiosos que sean, florecen una estación y luego son sustituidos".

Ya sé que es a la política a lo que apelan los nacionalistas para defender su posición. Oriol Junqueras, ahora condenado como cabecilla de la sedición, lo señaló durante el juicio al ejercer su derecho a la última palabra: "la mejor solución para todos es devolver el asunto al terreno de la política, de donde nunca debió haber salido". Pero que admitamos esto en un sentido abstracto no significa que, en concreto, vayamos a aceptar que el único desenlace político de tan intrincado negocio sea el de otorgarles toda la ganancia a los seguidores del reo. No se me oculta que los nacionalistas pueden acabar saliendo victoriosos, sobre todo si la política se conduce con la torpeza que le imprimió Mariano Rajoy —otro de los convencidos de que hay que hablarles con delicadeza para que no se ofendan— bajo la funesta influencia de la que fuera su vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría —para quien, en esto, la política no era otra cosa que los dictámenes y actuaciones del cuerpo de Abogados del Estado—. Pero hay otras vías que nunca han sido exploradas por el gobierno de la nación —preso seguramente de su propia necedad y de sus necesidades de votos en el Congreso de los Diputados, conducentes ambos a la ceguera— pero que han resultado exitosas en otros casos, como el canadiense, donde contaron con políticos no sólo dotados de inteligencia, sino de claridad. Me refiero a la idea, que expresó Stephane Dion, de poner a los nacionalistas frente al procedimiento democrático.

José María Ruiz Soroa escribió sobre ello hace ya cinco años en el libro colectivo La secesión de España, sugiriendo una regulación del asunto que lo tratara como "un supuesto procedimental previo a la puesta en marcha del proceso de reforma constitucional … para el caso particular … que afecte a la unidad nacional". En concreto, Ruiz Soroa proponía que una ley estableciera "los trámites previos necesarios para iniciar ese proceso de reforma" concretando aspectos como la iniciativa de las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas, la tramitación por el Congreso, la constatación de una voluntad clara de secesión por parte de la población afectada, la fórmula para preguntar en un referéndum, la mayoría exigible a éste, la posibilidad de la existencia de mayorías territorialmente distintas, la vacatio ulterior a un eventual fracaso de los proponentes o la obligación de negociar la secesión en el caso contrario y la efectiva reforma constitucional que se derivaría del acuerdo en tal negociación, todo ello sujeto naturalmente a la letra de la Constitución, respetándose que, en todo caso, "sería el sujeto de la soberanía, es decir el pueblo español, el que dirigiría y controlaría en todo momento el proceso, y de su voluntad dependería la culminación del mismo". En esto consiste el procedimiento democrático; y para darle paso se requiere más claridad de ideas y mejor voluntad política que la que hasta ahora han mostrado nuestros gobernantes. La democracia y la soberanía no es una cuestión de sentimientos, sino de procedimientos. Exijámoslos a los nacionalistas, más allá de las heridas infringidas o simuladas, y a nosotros mismos con la inteligencia necesaria para mostrar que, incluso en Cataluña o en el País Vasco, son mayoría quienes desean permanecer dentro de la unidad de España, sabiendo que, sin embargo, el resultado de un proceso de esta naturaleza no está predeterminado.

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