A punto de convertirse en vicepresidente del Gobierno de España –si los golpistas catalanes aceptan las ofrendas de un Pedro Sánchez genuflexo–, Pablo Iglesias ve peligrar su sueño más preciado por los incesantes escándalos que salpican a su partido ultra, controlado con mano de hierro por el propio Iglesias y su pareja, Irene Montero.
A la denuncia de una escolta de Irene Montero, que acusa a la potentada comunista de encargarle tareas humillantes ajenas a su desempeño profesional, se suma ahora la de dos abogados de Podemos que afirman haber sido destituidos por investigar el pago de sobresueldos a la camarilla dirigente.
La reacción de Iglesias ha sido la típica de la vieja política en estos casos. Así, en un primer momento rehuyó cobardemente los focos, y cuando no tuvo más remedio que comparecer ante la prensa echó balones fuera y acusó a los acusadores, para tratar de vender ante sus fieles que se trata de la venganza de dos exempleados despechados.
Iglesias ha puesto en la mira sobre todo a José Manuel Calvente, al que acusa de haber protagonizado "un caso de acoso sexual muy grave". Pero lo cierto es que contra este exabogado de Podemos no existe denuncia formal alguna. Si es cierto que Calvente es un acosador sexual y en la hiperfeminista Unidas Podemos tienen pruebas, ¿por qué no lo han denunciado ante la Justicia? Ni Iglesias, ni Montero ni ninguno de sus secuaces han dado respuesta a pregunta tan pertinente.
Pero el silencio no les valdrá, pues los dos exabogados aseguran contar con apuntes que reflejarían la doble contabilidad de Podemos para repartir entre sus gerifaltes sobresueldos opacos ante el Fisco. Tiempo habrá para dilucidar la veracidad de unas acusaciones gravísimas, que de confirmarse deberían acabar con la carrera política de Iglesias, Montero y toda su banda de neoinquisidores, tan hipócritas, tan farsantes.