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Cristina Losada

Pericay y la ley de hierro

Pericay se metió en política, como solía decirse, para hacer política. No para dedicarse a la conspiración interna.

Pericay se metió en política, como solía decirse, para hacer política. No para dedicarse a la conspiración interna.
Sloper

El reciente libro de Xavier Pericay (¡Vamos? Una temporada en política, editorial Sloper) va dejando distintos sabores en el paladar del lector. Todos ellos, agradables o no, son de sumo interés, ya que los cuatro años de actividad política en Ciudadanos que recoge se plasman tanto a través de la vivencia personal del autor como de la observación analítica del funcionamiento de la maquinaria interna de un partido, lo que constituye una rara visión desde dentro, que ilumina zonas cuyo estado habitual es la penumbra, cuando no la plena oscuridad. Variedad de sabores no obstante, el hecho es que al final predomina un sinsabor: el del desencanto. Aunque en el último párrafo, consciente de que el libro está "algo empañado de tristeza", Pericay manifiesta su deseo de no terminar con un final desesperanzado, es difícil relegar el sentimiento general de desengaño, por más que sea necesario hacerlo. Si uno quiere pasar una temporada en política, alguna vez, necesariamente lo tendrá que hacer.

Sería fácil concluir que la decepción que transmite la peripecia del autor es una decepción con la política, y que no hace más que confirmar lo que tanta gente, que no ha estado nunca en política, ya sabe o cree que sabe sobre la política. Nada bueno, por cierto. Pero, precisando un poco más, de lo que se habla es de una parte del instrumental de la política, si bien un elemento tan esencial como el partido, y de las personas que hacen la política de ese partido, sin olvidar a aquellas que hacen el partido, esto es, los burócratas, los apparatchiki, cuyo papel en esta historia es tan áspero como determinante. La cuestión aquí es que el partido del que se habla se presentaba como un partido que iba a hacer política de una forma distinta, como un partido que evitaría expresamente los vicios de otros, como un partido que no iba a ser ni actuar como los demás. Una pretensión que representaba la ya vieja fórmula de la nueva política. Y que, huelga decir, no se cumplió.

Pericay muestra a un partido con un "núcleo duro" reducido al presidente y tres o cuatro figuras más, un petit comité que no sólo toma las decisiones políticas, las que podríamos llamar estratégicas, que se presentan por puro formulismo al resto de la dirección, más amplia y también puramente formal. Es que, además, no admite otras opiniones que las corroborativas, mejor aún si son entusiásticas. Una dirección así tiene todas las papeletas para que, una vez adoptado un curso de acción, haga oídos sordos a cualquier opinión o dato que ponga en duda la conveniencia de la decisión tomada, pues su legitimidad está en juego. Sobre todo, si el objetivo que persigue el curso adoptado es tan atractivo y tentador como llegar a la presidencia del Gobierno o sustituir al partido hasta entonces hegemónico en el centro-derecha. Diríamos, por lo que relata Pericay, que la dirección real de Ciudadanos, aquel "núcleo duro", sufrió, a partir de la moción de censura de Sánchez, un prolongado episodio de ceguera voluntaria. Y de ensoñación.

Más allá de los errores en los que cualquier partido incurre, y con más motivo uno de las características noveles y enfáticamente juveniles de Ciudadanos, y más allá de la soberbia de Albert Rivera, cualidad o defecto extensible a la mayoría de líderes, hay un fenómeno que favorece el desarrollo de esas patologías partidarias. Pericay va en su busca en el capítulo que titula "Nuestro Perú", por la ya célebre pregunta en Conversación en La Catedral de Vargas Llosa: "¿En qué momento se había jodido el Perú?". El autor da lugar y fecha del acontecimiento: la IV Asamblea General del partido, celebrada en febrero de 2017 en Coslada. Y el hecho: la aprobación de unos estatutos y, con ello, la formalización de una estructura organizativa que describe así: "En esas tablas de la ley, Ciudadanos se conformaba como un partido fuertemente jerarquizado, de una verticalidad que para sí hubieran querido, pongamos, los mismísimos sindicatos franquistas". Esto se hace, y el autor reconoce que votó a favor de aquellas tablas, para evitar la peste de las baronías, pero el remedio terminó siendo peor que la enfermedad.

El Perú de Ciudadanos fue cuando cumplió "la ley de hierro de la oligarquía", como así la definió el sociólogo alemán Robert Michels a principios del siglo XX en su estudio de los partidos políticos, y a la que hace referencia Pericay. Y esta ley sociológica, que puede parecer abstracta, la iba a padecer muy concretamente el autor. Con la singularidad de que no era un simple afiliado, sino un dirigente y un cargo electo. Pero ni aun así pudo librarse de la cascada de efectos que desencadena la ley de hierro. De modo que, siendo como era, en apariencia, el candidato oficial, cayó por la conspiración del aparato, personalizado en Baleares en la secretaria de Organización, Juana Capó.

No importó que Pericay fuera uno de los políticos mejor valorados de la autonomía. Tampoco otros de sus méritos. Ni que hubiera sido uno de los firmantes del manifiesto que dio origen al partido. Al contrario, se diría que esa condición de fundador le perjudicó, dada la voluntad de Rivera, ya anteriormente visible, de desprenderse de la tutela de aquel grupo de intelectuales. El aparato, con el beneplácito de la dirección, buscaba lo que suele buscar siempre un aparato: gente dócil; gente que no piense por sí misma o, si lo hace, evite hacerlo en público; gente que se limite a transmitir los mensajes del partido; gente que obedezca las instrucciones sin más; gente que haga piña y no vaya por su cuenta.

Pericay se metió en política, como solía decirse, para hacer política. No para dedicarse a la conspiración interna. Al cabo, se encontró en un partido donde las decisiones políticas las tomaban cuatro y el aparato cercenaba no sólo cualquier posible disidencia, sino cualquier signo de individualidad. Y es que en los partidos de clones no gustan nada los que no lo son.

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