El pasado 26 de febrero la agencia de noticias Xinhua, la empresa de teletipos oficial de la República Popular China, anunció la pronta publicación de A Battle Against Epidemic: China Combatting Covid-19 in 2020. Al decir de Xinhua, el referido libro defiende "las ventajas del liderazgo y el sistema socialista" en su gestión de la pandemia del covid-19, gracias a los "informes públicos de los principales medios de comunicación". Este informe de Xinhua News, con el estilo recargado habitual de los regímenes totalitarios, se acompañó con artículos en Diario del Pueblo contrarios a la gestión de Trump de la epidemia, reivindicando a empresarios y asociaciones prochinas en el país americano.
Toda esa grandilocuencia dejaba intuir la mentira: algo común en un país que ocupa el puesto número 177 en el ranking de libertad de prensa de Reporteros Sin Fronteras. Con el número de muertos en China paralizado por el Gobierno de Xi Jinping en 2.548, muchos medios han informado de "más de 45.000 urnas de incineración" solo en Wuhan. La rápida expansión del virus, siempre vinculada al comercio del gigante asiático y a su población descomunal (el liderazgo de Chile y Brasil en casos de coronavirus en América Latina, con más de un 15% de importaciones de la dictadura china, no es casual) demuestra su origen. Pero ¿es la primera vez que un régimen comunista miente sobre un desastre sanitario?
Una mentira para atarlos a todos
Es común en las dictaduras izquierdistas la mentira institucional: la falta de prensa libre y el proceso de reescritura permanente de las autoridades son políticas de Estado en sistemas que se suponen perfectos. No puede ser enmendados por una prensa crítica, puesto que su concepción utópica, siguiendo la célebre definición de Spinoza sobre los autores filósofos en su Tratado teológico poltico, les hace lentos en cualquier reforma. Los cambios suelen ser, así, tardíos, ocultos y obligados por hechos consumados. Una burocracia insufrible, miles de comités censores impiden el tránsito de abajo arriba de cualquier información crítica, esclerotizando estados que quizá en origen tuvieron cierta vitalidad. El primer escritor en detectarlo, el exiliado ruso Yevgueni Zamiatin, parodiaba esa reescritura permanente de los sóviets tan pronto como en 1924 en su cuento distópico Nosotros :
Yo sabía que esta carta había de ser censurada todavía por los Protectores y que no la recibiría antes de las 12 horas.
Un sistema de supresión informativa, una historia que se había reescrito ya, en frase célebre de George Orwell en 1984, que duró durante todo el siglo XX en el Estado soviético. Un ejemplo al azar: el desastre de Chernóbil (Ucrania), el fin del ensueño de la URSS como potencia ante la realidad de un Estado mediocre y disfuncional, llegó a Occidente a través de Suecia. Un técnico nuclear del país nórdico, Cliff Robinson, informó a las autoridades allí luego de pasar varias veces sin éxito por el detector de radiación en una planta nuclear cerca de Estocolmo: "Fue raro, ¡no había estado en la zona controlada!".
Era el 28 de abril; el reactor había estallado dos días antes. La agencia de prensa rusa, la TASS, se vio obligada a indicar un "daño" en uno de los reactores nucleares. Afirmaban, con cierta seguridad, que los "efectos" se habían "remediado". Esto no impidió que se celebrara en Kiev el desfile del día del trabajador, el 1 de mayo, en un suceso que parece inspirar ciertos eventos españoles recientes. Incluso, esta inicial censura institucional, a decir del investigador Arthur T. Hopkins, "aceleró" la caída del régimen debido al descrédito informativo entre la población a medida que se aceleró la "transparencia" de Mijaíl Gorbachov (la llamada glásnost).
Miles de personas fueron afectadas por la explosión del reactor en Ucrania: más de 9.000 muertos por radiaciones derivadas del accidente, según una carta de varios investigadores a la revista Nature. Muertes lentas, agónicas, de héroes improvisados cuyo esfuerzo inútil, suicida y criminal inmortalizó Svetlana Alexievich en Voces de Chernóbil: crónica del futuro:
El cielo entero… Unas llamas altas. Y hollín. Un calor horroroso. Y él seguía sin regresar. El hollín se debía a que ardía el alquitrán; el techo de la central estaba cubierto de asfalto. Sobre el que la gente andaba, como él después recordaría, como si fuera resina. Subía hacia el reactor. Tiraban el grafito ardiente con los pies… Acudieron allí sin los trajes de lona; se fueron para allá tal como iban, en camisa. Nadie les advirtió; era un aviso de un incendio normal.
¿Advirtió China, en el caso del coronavirus, a los suyos? Más aún: ¿insinuó algo al resto de sus socios comerciales?
Las pandemias chinas
El 16 de marzo, el presidente de los EEUU, Donald Trump, en su retórica populista habitual, definió de nuevo el virus como "chino". En ningún caso mintió, a pesar de las críticas generalizadas de "xenofobia" de los demócratas, ya que la génesis del virus se dio en Wuhan, en una transmisión de un animal al hombre, según un artículo publicado un día después de la declaración del presidente en Nature. Este texto descartaba cualquier origen de laboratorio del virus y declaraba que había llegado a tener como base a los hombres desde algún mamífero –especulan con un pangolín o un murciélago– a través de procesos "naturales". Descartaba, así, cualquier opción conspirativa, pero ¿cuál sería la culpabilidad del Estado comunista chino en el virus?
Esencialmente, y como definía de manera juiciosa el disidente chino Ma Jian en The Guardian, medio nada sospechoso de derechismo, la pandemia del coronavirus era otra "catástrofe" infligida por parte del Partido Comunista Chino al sufrido pueblo oriental. Unía a este desastre, quizá en una retórica más literaria que política, "la gran hambruna" de los 50 a los 60, la mitificada "revolución cultural" de Mao en los 70 y su constante represión política de los últimos 40 años, de Tiananmén a Hong Kong. En su honesto alegato, todos sus libros han sido prohibidos en China y él es un exiliado en Europa desde el año 1997, citaba con pericia la pandemia previa que sirve como modelo a esta crisis: la crisis vírica del SARS-CoV, de 2002 a 2004.
La provincia costera de Cantón fue la primera en tener infectados por el síndrome respiratorio agudo grave en 2002. Un estudio de varios autores sobre esta pandemia señalaba el "mercado negro" de animales como probable origen de esta infección. Era, parece ser, un ejercicio lucrativo y tenía muchos ejemplares de países vecinos, como Vietnam, Taiwán o la región capitalista de Hong Kong (británica hasta 1997). En el estupendo libro editado por James L. Watson y Arthur Kleinman respecto a esta pandemia se recuerda cómo estos centros urbanos, en rápida evolución demográfica en aquellos años, fueron clave en la expansión de la enfermedad, que se cobró 774 vidas, según la Organización Mundial de la Salud. Estas ciudades eran precisamente las que soportaban la emigración del campo a la ciudad que ha dado mano de obra a las fábricas de las zonas capitalistas de China.
Desde el inicio, la dictadura censuró informaciones fuera de Cantón y no permitió al equipo de la OMS visitar la zona. Los casos y muertes, en esta circunstancia, se circunscribieron casi solo a países del entorno por la naturaleza todavía poco infecciosa del virus y su dificultad de contagio. La única excepción importante fue Canadá, de hecho, con 43 muertes, que llegó a preguntarse sobre las autoridades chinas, a través de Paul Gully: "¿Significan algo las precauciones sanitarias antes de iniciar un viaje?". España solo tuvo un caso, sin fallecimiento, y era de origen externo.
La extensión de esta primera pandemia era fácil de seguir simplemente viendo exportaciones de China a terceros países en ese rango de años del 2002 al 2004. El mundo occidental capitalista, libre y de mayor transparencia, estaba avisado del peligro de comerciar con un socio dictatorial, comunista y opaco, y cuya gestión nefasta del SARS-CoV había sido estudiada con profusión por diversos autores.
Que China no podría soportar una lupa que criticara su administración se demostró cuando expulsó a tres periodistas del Wall Street Journal en febrero de este año, en los inicios de la epidemia del coronavirus. ¿La razón? Un artículo del experto estadounidense en relaciones internacionales Walter Russell Mead donde juzgaba implacablemente a China como "el auténtico enfermo de Asia". Los casos se comenzaron a diagnosticar el 31 de diciembre de 2019, "neumonía de origen desconocido", y la incapacidad del gigante asiático para controlar la pandemia hizo que el politólogo Russell Mead afirmara que su actuación era "menos que impresionante". El texto es importante, aunque se consideró en línea con la política nacionalista de la Administración de Trump, ya que fue uno de los primeros en denunciar que China mentía y evitaba decir "la verdadera escala del problema".
Foreign Policy publicó un mes después un texto de Suzanne Nossel, parte de la ejecutiva del progresista PEN America, que recordaba que el Gobierno chino había forzado al doctor Li Wenliang a "retractarse" (otra vez la "reescritura permanente" de Orwell) de sus opiniones alarmistas sobre el virus. Este doctor había invitado a sus más cercanos a "tomar precauciones a familiares y seres queridos" en el inicio de la epidemia en Wuhan y sus mensajes se filtraron a través de capturas en los móviles. Wenliang, como Winston Smith en 1984 o como D-503 en Nosotros, rompía el discurso oficial, "el virus estaba controlado", y fue perseguido políticamente poco después. Las autoridades comunistas de la zona obligaron a firmar a este moderno Galileo una declaración, en la cual se retractaba de sus opiniones, que podría encajar perfectamente entre los textos más tenebrosos asociados al totalitarismo de izquierdas:
Te avisamos: si sigues siendo obstinado, con tanta impertinencia, y continúas esta actividad ilegal te llevaremos a la justicia. ¿Se entiende esto?
El doctor Wenliang murió el 7 de febrero, a los 33 años, por el coronavirus (covid-19). Dejó huérfano a un niño y viuda a su mujer en pleno embarazo.
La peste roja
La gran paradoja de la posmodernidad es que una dictadura comunista, un Estado unipartido, se ha convertido en la fábrica del mundo y sostiene comercio internacional con todos los países. El sociólogo noruego Stein Ringen llamó a China "la dictadura perfecta" en su libro de 2016, y aunque admiraba "sus progresos de desarrollo", juzgaba de manera premonitoria para el doctor Wenliang que la dictadura tiene "determinación, es implacable y no perdona" a sus enemigos. Se lamentaba, además, de que muchos amigos chinos "le habían dado la espalda" por sus vehementes conclusiones. El mismo autor avisó de lo difícil que era abrir empresas extranjeras en el país, especialmente en el campo de la información.
Con un control absoluto de todos los resortes estatales, la irresponsabilidad del Partido Comunista en no parar sus exportaciones en medio de una pandemia, agravada por la migración vacacional del Año Nuevo chino, es total. Autores como el experto en leyes David P. Fidler ya avisaban tan pronto como en 2004:
La epidemia del SARS demostró que el partido comunista y su liderazgo estaban lamentablemente fuera de onda en el contexto internacional de salud pública.
Fueron voces que cayeron en el olvido; silenciadas por el lucrativo comercio con el Estado totalitario de mayor éxito en Asia. El mapa de esta infección casi infinita que mantiene The New York Times nos presenta una realidad tenebrosa: el virus siguió las rutas de libre comercio y las exportaciones de China. ¿Qué ha cambiado respecto a la epidemia del SARS? Sin duda la capacidad de contagio del virus, pero también de manera indiscutible el volumen del comercio de cada país: los cambios de volumen en las exportaciones del gigante asiático a Chile, con 3.000 contagios de coronavirus, de 2002 a 2020 –fuera de cualquier distorsión creada por un foco como Italia–, son esclarecedores. Una realidad devastadora que contrasta con el grandilocuente libro que hemos visto prepara el camarada Xi Jinping, homicida bacteriológico, en el cual demostrará cómo
bajo el liderazgo centralizado y unificado del Comité Central del Partido el pueblo chino introdujo la movilización de emergencia y los esfuerzos concertados para comenzar la prevención y el control epidémicos.
Todo es tan conmovedor como falso: las últimas informaciones de cómo el eficiente Estado chino fracasó en la contención del virus originalmente y cómo mintió en el número de infectados y fallecidos exponen la pregunta que Occidente debe hacerse a partir de ahora: ¿debemos comerciar con un país dictatorial que pone en peligro nuestras vidas? La respuesta, claramente moral, la tendrán nuestros políticos.