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Marcel Gascón Barberá

Pascua ortodoxa en la gasolinera

Además de agarrarse su libertad para ir a estirar las piernas, Rajoy tiene el mérito de no haber salido a dar explicaciones o pedir disculpas.

Además de agarrarse su libertad para ir a estirar las piernas, Rajoy tiene el mérito de no haber salido a dar explicaciones o pedir disculpas.
La Sexta

Escribo, como algunos lectores saben, desde Rumanía, donde el fin de semana pasado celebramos la Pascua ortodoxa. Igual que todos ustedes, llevo un mes bueno encerrado en casa. Aquí hay (por ahora) menos de quinientos muertos y podemos salir a hacer deporte y estirar las piernas siempre que no nos alejemos mucho de casa. No hay aplausos, bailes ni caceroladas por el cambio de régimen en los balcones y las autoridades no nos hablan como si fuéramos niños estúpidos. Aunque con un sistema de salud mucho peor, podríamos decir que estoy mejor que ustedes. Pero no sería del todo verdad, porque a ustedes les queda la vía de escape de la indignación para sobrellevar los rigores del confinamiento. A mí no me sirve, porque el sujeto al que va dirigido mi indignación, que es la suya, no coincide con el que me obliga a quedarme en casa.

Cada Sábado Santo, un pope ortodoxo trae en avión de Jerusalén la llamada Luz Sagrada, que se reparte después a todas las parroquias del país. Por la noche, los feligreses acuden con una vela a su iglesia para recibir la luz y llevarla a sus casas. Debido a las restricciones contra el covid, el procedimiento cambió este año. Acompañados de un grupo reducido de voluntarios, los popes fueron casa por casa, bloque por bloque a repartir la luz sagrada.

Al llegar la medianoche, las campanas anunciaron la buena nueva y yo me asomé a la ventana. En las ventanas de los bloques de enfrente la gente salía a escuchar el volteo portando las velas. Esparcido en distintos puntos de luz a veces roja por el plástico de las velas, el fuego santo traído horas antes de Jerusalén brillaba en la fachada de los edificios e iluminaba el interior de algunas viviendas. Alguien desde su ventana, o algún voluntario rezagado desde la calle, gritó el tradicional saludo de Pascua: "¡Cristo ha resucitado!" (Hristos a Înviat!). Voces desordenadas que enseguida ensayarían la misma fórmula le respondieron también según la costumbre: "Verdaderamente, ha resucitado" (Adevarat a înviat!). En algunas casas veían la misa en directo. Graves voces masculinas llenaron por un momento la calle de música bizantina.

El Domingo de Resurrección ortodoxo había quedado para comer con mi familia en España. La idea era pedir pizza, ellos en Madrid y Castellón y yo en Bucarest, y comérnosla al mismo tiempo hablando por WhatsApp con el altavoz. Rumanía apenas observa restricciones de horarios comerciales y aquí se puede encontrar de todo todos los días y a todas las horas. Pero el domingo de Pascua es una excepción, y al no encontrar por internet una pizzería abierta bajé a la calle a probar en las tiendas. Todas estaban cerradas, pero me quedaba la gasolinera. Y en la tienda de la gasolinera encontré pizzas congeladas de salami y coca-cola y cerveza.

De la tienda de la gasolinera no paraban de entrar y salir clientes. Gente de todas las edades poco previsora y con ganas de darle un poco de alegría a esta Pascua compraba alcohol y cosas de picar, muy probablemente para romper la prohibición de reunirse y circular y juntarse con la familia o los amigos a divertirse un rato. El ambiente de indulgencia festiva me hizo pensar en el acto de rebeldía de Mariano Rajoy. Por encima de cuestiones ideológicas, y más allá de los juicios que nos merezca su obra política, las reacciones a su desafío al estricto cerrojazo del Gobierno definen dos actitudes opuestas ante la autoridad y las reglas.

Por un lado están los que exigen respetarlas a rajatabla independientemente de su racionalidad, del coste que suponga cumplirlas y el daño que genere saltárselas. Como dijo Arcadi Espada en su airada apología del posible delito mariano con el que aún no ha decidido qué hacer Marlaska, detrás de esta actitud hay una vocación igualadora que se sulfura ante cualquier acto de disidencia. Y hay también un apego reverencial a la norma, como si la norma fuera un fin en sí mismo y no un mero instrumento que imponer, cuando no hay más remedio, para garantizar un bien real.

Frente al celo fiscalizador de esta parte de la población queda el que encuentra en las transgresiones un motivo de alegría cuando procuran un beneficio al transgresor sin que nadie salga perjudicado. La celebración del ingenio y el arrojo ajeno es una victoria sobre el resentimiento y la envidia que sí se imponen en quienes se enfadan con Rajoy por no sucumbir al miedo –a la policía, y en su caso a la opinión pública– y salir a darse un garbeo como le pedía el cuerpo.

Además de agarrarse su libertad para ir a estirar las piernas, Rajoy tiene el mérito de no haber salido a dar explicaciones o pedir disculpas. En esta época marcada por el pánico a la condena social y la contrición casi automática, el silencio con que está asistiendo a toda la polvareda es un acto de rebeldía aún mayor que la vulneración del toque de queda.

Volvamos para despedirnos a mi Domingo (ortodoxo) de Resurrección, y concretamente al camino de regreso a casa cargado de pizzas, coca-colas y cervezas de la gasolinera. En una casa con patio de la Calle Vacaresti un grupo de gente asaba carne escuchando manele. Y esta música gitana de arrabal balcánico sonaba a libertad en el bulevar desierto.

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