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Luis Herrero

Un par de insensatos

Era perfectamente posible votar que sí a la moción de censura y dejar claro que ese voto no suponía el respaldo a Abascal como recambio de Sánchez.

Era perfectamente posible votar que sí a la moción de censura y dejar claro que ese voto no suponía el respaldo a Abascal como recambio de Sánchez.
Santiago Abascal responde desde la tribuna a Pablo Casado | EFE

Es más que discutible la oportunidad de la moción de censura de Vox contra Sánchez. Motivos para censurarle, a él y a todo su Gobierno, había de sobra. Nunca España ha estado peor, desde 1977, y nunca ha tenido un presidente tan nocivo. Dicho esto, tengo serias dudas de que, al poner en marcha la reprobación parlamentaria contra el jeje del Ejecutivo, Abascal pretendiera debilitarle a él más que a Casado. Entiendo el argumento de quienes piensan que, tras la apariencia de una moción de censura contra la coalición social-comunista que ocupa el banco azul, Vox ocultaba otra de mayor calado contra el líder del PP. Admito que, en su fuero interno, Abascal pretendiera dejar claro que él es el líder con más coraje en el bloque de la derecha y que, a su lado, los populares son una panda de acomplejados que no tienen lo que hay que tener para plantarle cara al réprobo inquilino de la Moncloa. 

Ese tácito objetivo de la moción es el que llevó al ánimo de Génova desde el minuto uno que no podían apoyarla. Abascal no se postulaba como candidato alternativo a la presidencia del Gobierno —un imposible metafísico dada la actual aritmética parlamentaria— sino como candidato alternativo a la jefatura de la Oposición. El voto afirmativo de los diputados del PP, razonaban los cabezas de huevo del partido, hubiera contribuido al buen fin de esa causa, manifiestamente contradictoria con sus intereses partisanos. Yo discrepo. A mí me parece, con toda humildad, que era perfectamente posible votar que sí a la moción de censura y dejar claro al mismo tiempo que ese voto afirmativo no suponía en modo alguno el respaldo a Abascal como recambio de Sánchez.

Las dos cuestiones que planteaba la moción de censura, indefectiblemente unidas, se movían en el ámbito de lo marciano. Tan extraterrestre resultaba el propósito de derribar al Gobierno como el de colocar en La Moncloa al líder de Vox. El discurso de Casado durante la sesión parlamentaria, por lo tanto, no podía ser juzgado por su eficacia pragmática —nula en ambos casos—, sino por su intencionalidad política. ¿Qué iba a ser prioritario para él, cargar la suerte contra el Gobierno que está llevando a España a las cotas de mayor descrédito de nuestra historia reciente o contra un fantasma sin ninguna posibilidad de hacerse corpóreo? Esa era, a mi juicio, la gran cuestión. 

Casado la resolvió atacando al fantasma y dejando que el Gobierno se fuera de rositas, con la votación más benévola jamás conocida hasta ahora en una moción de censura en nuestro país. Lo único que pareció preocuparle fue la escaramuza de Vox para arrebatarle la primogenitura opositora y dedicó todos sus esfuerzos a neutralizarla. Todo lo demás le importó una higa. Aún no entiendo por qué. ¿Tan difícil era sumarse a la censura a Sánchez y hacer entender al mismo tiempo que eso no significaba respaldar al candidato alternativo que la había presentado? Abascal se lo puso fácil.

El líder de Vox se metió en un lío de tres pares de narices. De haber finalizado su discurso con la promesa de estar en la Moncloa el tiempo mínimo necesario para convocar elecciones, es decir, sin ningún ánimo de decidir cualquier otra cosa que no fuera el adelanto electoral, a Casado le hubiera costado explicar por qué no respaldaba ese propósito. Pero la intervención de Abascal no finalizó ahí. Consumó la incongruencia de explicar los detalles de un programa que, según acababa de explicar, no tenía ninguna intención de llevar a cabo. No entiendo por qué lo hizo, pero tengo para mí que al hacerlo cometió un error de bulto. 

El programa en cuestión contenía algunos puntos nucleares que lo convertían en un bodrio sin ambages. Hizo la peor caricatura ideológica de sí mismo. Lo ha explicado muy bien Emilio Campmany en un artículo publicado el viernes en Libertad Digital: "No podía conformarse con llamar al de Sánchez el peor Gobierno de la democracia, tenía que compararlo con los de la dictadura para adornarse con la tacha de franquista que sus enemigos le achacan. Se metió con George Soros como si quisiera ser más de derechas que Viktor Orban. Acusó a Xi Jinping de propagar el virus y arremetió contra el director de la Organización Mundial de la Salud como si fuera Trump. Clamó contra la inmigración ilegal disfrazado de Le Pen. Se cubrió con todos los clichés de la derecha nacionalista europea. Incluso se vistió de euroescéptico". 

La absurda equiparación de la UE con un régimen totalitario fue lo peor de su discurso autárquico, conspiratorio y aldeano. Y una afrenta gratuita a todos los españoles que, con buen criterio, ven en las instituciones europeas el único contrapoder eficaz que les protege de la pulsión liberticida del Gobierno. Es muy posible que sin la Unión Europea España se hubiera convertido ya en una nueva Venezuela. La pieza oratoria de Abascal, moderada en el tono y horrísona en buena parte de su argumentario, le daba a Casado la oportunidad de colocar a su rival en la lucha por la primogenitura de la derecha en el rincón de la extravagancia antisistema. Hubiera bastado con enfrentarle a su propia caricatura, sin necesidad de fiereza alguna, para que el líder de Vox se hubiera noqueado a sí mismo. De hecho, si se me permite la metáfora taurina, el morlaco ya estaba recostado sobre el albero, amorcillado y agónico, cuando la saña del puntillero le devolvió a la pelea. 

Casado midió mal el castigo y lo atacó con una impiedad innecesaria. Por culpa de ese error ahora no estamos hablando de lo que hizo Abascal en el debate, sino de lo que él hizo con Abascal. Y lo que hizo, en resumen, fue cabrear a muchos y reconfortar a unos cuantos. Es muy posible que los votantes del PP que estaban defraudados por la deriva átona y desdibujada del presidente del partido hayan visto en su ataque temperamental un síntoma de vitalidad que les reconcilie con él. Incluso es posible que algunos votantes de Ciudadanos miren al PP, a partir de ahora, con mejores ojos. Pero no creo que haya ningún votante de Vox que le agradezca el trabajo de haber señalado a su líder como una rémora insalvable para la reunificación de la derecha. 

Es Casado quien ha volado los puentes con Vox, no a la inversa. Es el PP quien ha declarado la guerra civil entre los dos partidos que están condenados a entenderse si quieren desbancar al PSOE, para enojo de una parte de sus propios votantes y cabreo supino de todos los de Abascal. Tal vez el discurso casadista fuera necesario, pero en otro tono, en otras circunstancias y en otro momento. Un error de tiempo, en política, es más grave que un error de gramática en literatura. De momento, las dos encuestas que han medido la intención de voto tras el debate de la moción de censura —la de Sigma 2 en El Mundo y la de DYM en 20 Minutos— reflejan que el PP es el partido que más cae respecto al mes anterior, y Vox el que más sube. 

Ya sé que es pronto para elevar a definitivas conclusiones demoscópicas. Cuando se disipe la polvareda veremos mejor el paisaje después de la batalla. De momento, algo es seguro: la derecha sale del debate más dividida que nunca y el Gobierno lo aplaude con las orejas. La culpa es de Abascal, por haber presentado una moción inoportuna, y de Casado, por haberse enfrentado a ella equivocándose de enemigo. ¡Menudo par de insensatos!

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