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Luis Herrero Goldáraz

La estafa colectiva

Dicen que la política es el arte de lo posible, y eso está muy bien. El problema es que después nadie pueda saber nunca qué lo es y qué no lo es.

Dicen que la política es el arte de lo posible, y eso está muy bien. El problema es que después nadie pueda saber nunca qué lo es y qué no lo es. Se forman unos líos tremendos. También se comenta que la política es el arte de la mentira o, por lo menos, de las verdades a medias. Juntando esas dos señas de identidad, uno ya debería poder entenderlo todo. Desde la dirección del PSOE consideran que los barones críticos no han estado a la altura del momento ni del país, lo que en rigor sólo quiere decir que no han sabido velar por los intereses exclusivos de las siglas del partido. Es un juego bastante sencillo. La cosa se embrolla únicamente cuando entre las promesas inasumibles de unos y las líneas rojas que los otros mentan para pasárselas por el forro con más gusto aparecen incongruencias insalvables. A mí me sigue sorprendiendo que Iglesias celebre tanto un posible Gobierno de izquierdas para diez años, que es lo mismo que decirles a los independentistas que lo suyo sólo lo conseguirán cuando gane la derecha y sus apoyos hayan dejado de ser necesarios. Las casas de apuestas deberían estudiar posibles tarifas para ver quién le pegará primero a quién la puñalada por la espalda.

Otro coñazo interesante, por aquello de encontrarle el gustillo a lo inevitable, ha sido adentrarse en las diferentes justificaciones del Gobierno al apoyo de Bildu. Para Ábalos, los herederos del terrorismo han demostrado una mayor responsabilidad que el PP –todavía no ha dicho si ese era el requisito que les pedían para escogerlos por delante de la mano tendida de Ciudadanos–; mientras que para Echenique el verdadero problema es Vox y su nostalgia del franquismo, “que asesinó mucho más que ETA”. Hasta podría tratarse de un debate estimulante si no estuviese viciado de raíz. Le resta bastante credibilidad a su postura que ponga los ojos en blanco cada vez que alguien le recuerda los crímenes del comunismo, por ejemplo, aunque eso tampoco sea lo mollar. La cuestión que trae más cola, en realidad, es aquella que comienza a repetirse en los medios, como una sonda destinada a testar la receptividad de la población. Parece muy sensato sostener que ETA ya no existe y que no tiene sentido seguir vetando al separatismo abertzale en el gran juego democrático nacional. Alguien tendrá que explicar a las generaciones futuras que la supuesta izquierda progresista, defensora de la igualdad y de los derechos sociales, no fue capaz de ponerle un cordón sanitario a un nacionalismo excluyente y hegemónico, que había conseguido erradicar cualquier atisbo de alternativa política en un territorio concreto gracias al terror que instauró allí durante décadas.

Una de las mejores novelas que he leído este año es un manuscrito que llegó a mi mesa por una de esas casualidades de la vida. De ella saco una frase que viene bastante al caso: “Ni siquiera siento ira, tan sólo un profundo rencor y la indiferencia propia de alguien que se sabe víctima de una estafa perpetrada por nadie y por todos a la vez, en la que uno ha participado voluntariamente”. ¿Qué es la política sino eso? La aventura mágica y gratificante del crimen colectivo, tan propenso a repetirse como benévolo con las conciencias individuales que lo hacen posible. En ella, las únicas excepciones destacables son aquellas que, en mitad del gran delirio, son capaces reconocer sus responsabilidades y asumir las consecuencias. Tampoco suelen cambiar el mundo, pero al menos lo llenan de esperanza durante algunos segundos de llamativa incertidumbre.

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