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Los que mandan de verdad

Los que mandan llenan, con sus imágenes y declaraciones, las páginas de los distintos medios.

A lo largo del inacabable rimero de mis artículos dejo caer, algunas veces, la perífrasis de “los que mandan”. Es la expresión popularizada por un sociólogo argentino, José Luis de Imaz. Sustituye, con ventaja, al término tradicional de elite. Me refiero a su aspecto más corriente, sin el halo de magnificencia intelectual o de exclusividad que suele darse a tal expresión de origen francés. También, se puede decir “oligarquía” o “los ricos”, pero son términos despreciativos, un tanto cargados de resentimiento.

Los que mandan llenan, con sus imágenes y declaraciones, las páginas de los distintos medios. Manifiestan una relación circular, pues se trata de individuos destacados, que se relacionan continuamente entre ellos. Los más mundanos entrarían en la subclase de los famosos, los que llaman la atención, sin ningún mérito especial para ello. El resto, mucho más mollar, integra la categoría de los poderosos. Son los que influyen en las decisiones de los gobernantes, ocupen o no un cargo político. A veces les basta la preeminencia económica. La mayor parte de los hechos noticiables en los medios implican los dichos o las conductas de los que mandan.

En España, muchos de los que mandan suelen exhibir dos apellidos y, en ocasiones, un nombre de pila compuesto. No obstante, tal marca no es imprescindible; simplemente, ayuda. También es verdad que hay muchas personas corrientes con nombres o apellidos compuestos, incluso con antepasados más o menos ilustres. A pesar de lo cual no acceden a la privilegiada categoría de los que mandan. Se trata de un rasgo ambivalente. La tribu de los que mandan no necesita muchos oropeles genealógicos. En nuestro tiempo, el empeño personal es lo que más cuenta. Esa vía adopta muchas formas; una de ellas, muy tradicional, es un buen casamiento.

El gran atractivo de los que mandan reside en el hecho, cierto y tácito, de suscitar la envidia del resto de la población. Tener envidia es un raro sentimiento, que todo el mundo trata de ocultar. Es lo contrario de lo que sucede con el sentido común, según Descartes, ya que casi todos están satisfechos con la parte que les corresponde. La envidia es un sentimiento recíproco: unos la dan, ostentosamente, y otros la padecen por dentro.

Los que mandan llevan hasta el límite una capacidad muy admirada en los usos españoles: la de tener muchos amigos. Lo fundamental es que tales camaradas pertenezcan a la misma grey de los que mandan, siempre, indefinida.

La red extensa de amigos implica que tengan que verse, a menudo, entre ellos; por ejemplo, a comer fuera de casa. Los más empingorotados dicen “almorzar”. El ideal es que las facturas de tales yantares sean satisfechas, no por los comensales, sino por alguna institución. La fórmula se suele ejecutar de la manera más discreta.

La interpretación generalizada de los hechos de la vida pública se establece, normalmente, según las opiniones y los intereses de los que mandan. No hace falta que esa relación se haga explícita. El verdadero mando se establece bajo cuerda. También es verdad que ayuda mucho, lo que podríamos llamar, la gracia de estado. Me refiero a la relevancia de los puestos que ocupan en las instituciones políticas, económicas, culturales, etc.

¿Cómo se llega a las codiciadas posiciones de mando? Funciona todavía la herencia, pero la vía primordial es la coopción o cooptación. Es decir, los que mandan, en una situación dada, seleccionan a los nuevos solicitantes, que son legión. No importa que, luego, se vista la operación con el ropaje del mérito. La capacidad de seleccionar que digo es la esencia misma del poder.

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