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Luis Herrero Goldáraz

Todo lo imposible de esquivar

Por más que el hombre se autoengañe, seguirá teniendo que lidiar con amenazas que no consiga dominar.

Por más que el hombre se autoengañe, seguirá teniendo que lidiar con amenazas que no consiga dominar.
La lava del volcán de La Palma, bordeando una casa. | Equipo I Love The World/Cordon Press

Después de tantos días deslizándose en La Palma, podemos decir que lo más impactante de la lengua de lava es que aburre e inquieta a partes iguales. Aburre porque es lenta, y cualquier desgracia que se demora más de la cuenta permite que uno pueda columpiarse con el vaivén que oscila entre la desesperación y el tedio. Mientras discurre, perezosa y constante, en su descenso destructor, tampoco es que uno deje de sufrir la pérdida, pero aprende a fingir que la asimila poco a poco. La lengua de lava es tan terrible porque te obliga a despedirte largamente. Estira demasiado ese momento en el que todo está perdido pese a permanecer intacto. Y uno tiene entonces que esperar cansadamente, con las lágrimas ya secas en la piel, velando todavía una desgracia que no termina de llegar pero aquí está, por ahí se acerca, quién sabe durante cuántos días o durante cuántos siglos. La lengua de lava te mantiene alerta, con los nervios en tensión continua durante un tiempo imposible de medir. Te deja, solitario en multitudes, anclado a una esperanza muerta, como si de verdad creyeses que su trayectoria fuese a cambiar milagrosamente y a pasar de largo sin destrozar tu casa. Su dimensión, en cambio, es otra. Igual de inmensa que la historia y tan tozuda como ella, no se la puede observar desde la seguridad de la ventana porque no entiende de convencionalismos ni de intimidades. Ella entra en tu salón y te lo tira abajo. La lengua de lava es un anuncio de la muerte que nadie puede silenciar. Un diagnóstico de cáncer, con su lento, inevitable, ir acercándose. Una pena en observación. No la podemos esconder ni en el rincón recóndito del cerebro en el que guardamos las cosas que nos aterran demasiado. Es un adiós precoz pero tardío. Una incoherencia histórica. Mirando la lengua de lava sólo queda preguntarse dónde está el final, si en el abrazo último o en el vulgar momento en el que el frío comenzó a envolver la relación, esa erupción primera que desató la furia, la tristeza y los remordimientos. La lengua de lava es el recuerdo de un amor insostenible. Una sentencia distante, que viene sepultando el pudo ser.

También es una prueba empírica. La demostración palpable de que el tiempo sólo avanza hacia adelante y el pasado es imposible de pisar. Ella se fue, tú te marchaste, tu padre ya no está y la lava avanza, sigue avanzando, igual de indiferente que la vida, hacia ese mar profundo que es morir. Esa indiferencia ciega nos altera, subraya nuestra insignificancia, recordándonos que la naturaleza no es humana y que nos sobrevivirá. No hace falta que acudamos a salvarla. La lengua de lava no nos habla, no puede hacerlo ni posee la capacidad para quererlo. Ella desciende a un ritmo diferente, completamente incomprensible porque mide su tiempo con un sistema que no es nuestro. Mientras tanto, la orografía cambia, cicatrices recién abiertas se convierten en paisajes milenarios, y la falacia de su aparente eternidad sólo conseguimos comprobarla así, en mitad del duelo, aprendiendo a través del drama que nada está jamás asegurado y que el pasado siempre acaba en el olvido. Sólo el presente importa ahora. El futuro ya vendrá. Y la lava seguirá bajando, recubriendo hogares, cimentando un suelo que volveremos a poblar. Así es la vida, supongo, es lo único que queda por decir. Por más que el hombre se autoengañe, seguirá teniendo que lidiar con amenazas que no consiga dominar. Aunque sólo sea el llanto. La tristeza. Una cura de humildad. Cualquier cosa que nos recuerde que aún no somos dioses ni lo llegaremos a ser. Todo lo imposible de esquivar.

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