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Cristina Losada

Las recetas de Garzón

El ministro de Consumo es ministro anticonsumo. Lógico que sea un admirador del régimen castrista.

El ministro de Consumo es ministro anticonsumo. Lógico que sea un admirador del régimen castrista.
Alberto Garzón en una visita a Asturias | EFE

Yo estoy muy a favor de que Alberto Garzón se dedique a las recetas de cocina. No creo mucho en él como cocinero desde que le vimos revolviendo un arroz, vestido con chándal de la DDR (la extinta Alemania oriental, comunista), en las proximidades de un notable robot de cocina. Había en la foto que colgó de sí mismo como cocinillas varios fallos clamorosos, al punto de que era como una de esas viñetas en las que has de encontrar los siete errores del dibujo, pero, en materia culinaria, el de revolver el arroz era el peor. No obstante, ya digo, me pronuncio a favor de que difunda recetas de cocina, siempre que lo haga a título privado. Desde su casa.

Garzón utiliza su ministerio para infligirnos diatribas contra tales o cuales alimentos. Ha hecho campañas contra el azúcar, diciendo que el azúcar mata, que cabrearon a los remolacheros. Hizo otra, muy reciente, contra el consumo de carne, con un lema que indicaba que la carne mata también, e indignó a los ganaderos. En el curso de este proceso de reeducación al que nos quiere someter, se ha cargado la publicidad de chocolates, pasteles, galletas, bebidas azucaradas, zumos y helados en horario infantil, desde el supuesto de que los niños quieren comer tales cosas porque las ven en la televisión: metidos a prohibir, prohíbase en horarios de adultos, pues son los padres los que compran esos productos a sus hijos. Los niños siempre han comido, y con gusto, todo eso que quiere prohibirles el iluminado Garzón. Ocurre que en estos tiempos hay más padres que les permiten consumirlas en exceso.

El ministro de Consumo es ministro anticonsumo. Lógico que sea un admirador del régimen castrista, donde la escasez rige de forma permanente y de manera aún más acusada que en aquella Alemania comunista de la que presumía con su chándal. A Garzón quizá no le han contado lo primero que hicieron los habitantes de Berlín Este tras la noche del 9 de noviembre de 1989, cuando pudieron entrar, después de casi tres décadas de Muro, en Berlín Occidental. Fueron a los supermercados y compraron alimentos que para ellos eran una rareza, de tan poco que los habían visto, como los plátanos.

A ver si las campañas de Garzón contra estos o aquellos productos alimenticios es porque ha elevado a ideal la que fue una de las características –y uno de los grandes fracasos– de los paraísos comunistas: la crónica escasez. Dicho de otro modo, el no comer, el hambre. Pero lo que más gusta a esta gente, como les gustaba a los antiguos comunistas, es dictar. Dictar cómo tenemos que ser, cómo debemos comportarnos, qué tenemos que pensar y, ahora, qué hemos de comer y qué no.

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