La pena de muerte (como la esclavitud y tantas otras tropelías jurídicas) se halla proscrita, y está bien que así sea. Entonces, ¿qué pueden hacer los ciudadanos en el supuesto de que un gobernante democrático con ínfulas autoritarias lleve la nación al desastre?
En el mundo existen no pocos casos de lo que antaño se llamaban tiranías, despotismos, dictaduras. La situación española actual es una de tantas ilustraciones hodiernas, muy comunes en el mundo hispánico. Nos sirve de modelo para calibrar lo que se puede hacer para destituir a un poderoso desaforado. Caben varias opciones, a cuál más difícil de llevar a cabo. Se me ocurren seis posibilidades dignas de estudio:
1. La vía más simple es la de confiar en la derrota del sátrapa en unas elecciones regulares. No es fácil. Precisamente, el gobernante autoritario se vale de la ventaja adquirida en el poder para enquistarse en él. Dispone del control de los medios de comunicación, los instrumentos de propaganda y el Fisco para alimentar a una gigantesca hueste de chiringos serviles. En consecuencia, se trata de un camino lento e inseguro para la destitución del mandamás despótico.
2. Un medio administrativo más expedito consiste en utilizar en el Parlamento un voto de censura para sustituir al Gobierno por otro de diferente color. Es el escabel del que se valió el actual presidente del Gobierno para subir al poder. Supo utilizar la torcida práctica de la disciplina de voto para lograr el apoyo de los partidos de filiación comunista, separatista y regionalista. Vino a ser una reedición, corregida y ampliada, del llamado Frente Popular de 1936. Hoy está más claro que los diputados separatistas no se consideran españoles; gran paradoja donde las haya. Se comprenderá que, en España, conseguir un voto de censura con el concurso de los partidos de la derecha sería, hoy por hoy, una misión casi imposible.
3. Cabría la hipótesis extrema de un golpe de Estado, como el que intentaron los socialistas y los separatistas catalanes en 1934, y que resultó fallido. Más éxito tuvo el de los nacionales en 1936. Otra vez, fracasaron en el intento los separatistas catalanes en 2017. Es un procedimiento con mucho riesgo.
4. Cabría la posibilidad de apelar a un tribunal internacional, que miraría por restaurar la democracia en los países atribulados por el autoritarismo. Es una buena solución; mas, ay, tal tribunal no existe. La razón es que una buena parte de las naciones del mundo se organizan en términos autoritarios o totalitarios.
5. Es lástima que no dispongamos los españoles del trámite legal del impeachment (destitución fulminante) que tienen los estadounidenses. No estaría mal una reforma de la Constitución en esa dirección, pero eso llevaría demasiado tiempo y no habría consenso suficiente.
6. Por exclusión, dados los inconvenientes anteriores, cabría la posibilidad de movilizar al electorado para que se constituyera una influyente fuerza política contraria a la ideología destructiva prevalente en el poder.
En la España actual destaca una gran desmovilización política, debido a la combinación de varios factores concatenados. Se pueden citar el ansia de consumo, las loterías y otras formas de entretenimiento, el fútbol y demás espectáculos, incluso la intensa demanda de alcohol y drogas. Vienen a ser un equivalente del panem et circenses del Imperio Romano. Claro, que este también terminó por sucumbir. No hay nada eterno en la historia de las ideas y las formas políticas. Lo malo es que confiar en la degradación natural de las instituciones puede llevar un tiempo superior al de una generación. Quien espera, desespera. En la acción política, los plazos deben ser más cortos. Habrá que estimular la imaginación para actualizar esa misteriosa cualidad que se llamaba voluntad de poder.