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Luis Herrero Goldáraz

47 millones de formas de no reconocer un error

Lo más preocupante de Rubi y Geri no es lo que han hecho, sino que su moral esté tan atrofiada como para exigirnos que les rindamos honores

Lo más preocupante de Rubi y Geri no es lo que han hecho, sino que su moral esté tan atrofiada como para exigirnos que les rindamos honores
EFE

En ‘Los muchachos de la calle Pal’ hay una escena en la que el pequeño Nemecsek, un niño asustadizo y débil, sale de su escondite y se planta delante de los matones del Jardín Botánico, que se están riendo y calumniando a sus amigos. Su furia, sobre todo, va dirigida al soberbio Geréb, el traidor que ahora participa del complot que pretende robarles el terreno en el que tienen construido su campo de juegos. Los matones del Jardín Botánico, o Camisas Rojas, como se les conoce en el barrio, le agarran entonces y le humillan, metiéndole en el lago mientras se mofan de él, pero no consiguen hacerle llorar. "Prefiero permanecer hasta el año que viene con el agua hasta el cuello a ser cómplice de los enemigos de mis amigos", responde cuando le sueltan. Y todavía dice más. El líder de los Camisas Rojas, admirando su valor, le ofrece unirse a ellos, pero él lo rechaza. "A mí podéis invitarme a vuestro grupo, podéis halagarme, podéis darme cuantos regalos queráis, yo no tengo nada que ver con vosotros. Y si volvéis a meterme en el agua, y si volvéis a meterme cien o mil veces, yo igual vendré mañana y también pasado mañana. No tengo miedo a ninguno de vosotros". Entonces pide marcharse y el líder de los matones, deslumbrado por su actitud, le presenta sus respetos y le saluda con honor, obligando a todo su grupo a imitarle mientras el muchachito se va, con la cabeza bien alta. Geréb, por el contrario, es repudiado. Y emprende el camino hacia casa con la vergüenza tapando su cara, mientras el resto de la pandilla le da la espalda.

Pensaba en esa escena —poco creíble pero elocuente, al estilo de las mejores ficciones— cuando escuchaba a Rubiales hablar de 47 millones de éticas, una por cada ciudadano español. Y lo hacía porque no sé hasta qué punto es consciente de lo que implican sus palabras. Si somos honestos, tendremos que reconocer que lo más probable es que el presidente de la Real Federación Española de Fútbol no estuviese haciendo un alegato consciente en favor del relativismo moral. Pero, paradójicamente, eso es lo que más me preocupa. Al fin y al cabo, lo que reconoció justo después fue que coloca el criterio moral de la institución para la que trabaja por delante del suyo propio. O, lo que es lo mismo, que no tiene ninguno al que atenerse personalmente.

Ocurre una cosa con los relativistas morales, y es que nunca saben que no lo son. Tampoco que lo que son, en realidad, es fundamentalistas perezosos. La gente que dice que cada uno tiene su propia verdad no pretende aceptar vivamente los puntos de vista de los demás, sino evitar que cualquiera pueda contradecir el suyo. Por eso Rubi puede echar a Lopetegui por firmar con el Madrid a espaldas de la Federación —esas no son las formas, decía muy serio—, pero no entiende que su relación comercial con Geri, un futbolista en activo que participa en competiciones de las que él es el máximo responsable, constituya un conflicto de intereses del tamaño de su querido Motril.

A mí me gusta pensar que sí que hay una brújula moral entendible por todos. Y que la demostración de que el bien existe, aunque a veces no sepamos muy bien si algo lo es o no lo es, está en que cuando aparece de forma evidente es imposible dejar de admirarlo. Al pequeño Nemecsek sus propios enemigos le despidieron con honores y él pudo volver a casa con la cabeza bien alta, pues había actuado con una clase de valor intrínsecamente bueno. Geréb, por el contrario, sintió la vergüenza en el preciso momento en el que dejó de poder autoengañarse con el compadreo del ambiente que le ayudaba a olvidar su traición. Lo más preocupante de Rubi y Geri no es que hayan hecho lo que han hecho, sino que su moral esté tan atrofiada como para exigirnos que les rindamos honores, en lugar de darles la espalda para que puedan reflexionar.

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