A las 16.23 del pasado martes yo no sé qué estaba haciendo, la verdad, porque una de las cosas que tiene el verano es que hace imperceptible casi cualquier peligro. Sé que estaba en Benicasim, algo es algo, y que el fuego de Bejís, al menos para mí, era igual de inexistente que para todos los pasajeros que salieron a esa hora de Valencia en dirección a Zaragoza. La distancia hace más fácil el olvido y a mí me separaban algo menos de cien kilómetros del centro del infierno. Días después, ayudado por Google Maps, he llegado a descubrir que si trazásemos una línea desde Castellón hasta Valencia, y luego otras dos desde cada una de esas ciudades hasta el pueblo de Bejís, hallaríamos en el mapa un triángulo equilátero casi perfecto. Es curiosa esta existencia absurda: hasta sus horrores más caóticos están plagados de casualidades y de números exactos.
Decía que no sabía qué estaba haciendo a las cuatro y media de la tarde, pero supongo que estaría en medio de la siesta. La diferencia es que yo me quedé quieto en mi vértice y los que dormían en el vagón del tren habían abandonado el suyo para aproximarse sin saberlo al que estaba rodeado por las llamas. Yo ahora sé que estaba conectado a ellos, aunque ellos no pudiesen conocerme, porque sé de la existencia de este triángulo invisible. Y sé también que tal vez desde el espacio pudiese verse ya esa atmósfera de humo que iba adueñándose de todo, como un rencor, rellenando impasiblemente cada metro de la superficie geométrica que sigue separando nuestra angustia.
El martes, por pura lógica cartesiana, todavía disfruté de varias horas más que ellos de ignorancia. Además, mi despertar fue diferente. Mientras ellos peleaban con el miedo —a partir de las 17.56, según fuentes de Renfe—, yo me quitaba mansamente trocitos de ceniza del abdomen y miraba al cielo consternado desde mi terraza. Me preguntaba qué extraño fenómeno atmosférico permitía que llegasen hasta mí vestigios de un horror incomprensible igual que restos de un naufragio. Y, aunque sabía que había un fuego, todavía no sabía que la distancia entre la catástrofe y la anécdota también puede medirse utilizando el teorema de Pitágoras.
El lunes, cuando se inició el fuego, los lugareños lamentaban la pérdida de unos pocos cientos de hectáreas. Hoy son más de 12.000 las calcinadas. Todo esto son números y es difícil calcular el dolor con este tipo de datos que tienden a tratar de resumirlo todo. Yo no sé resumir el llanto de mi cuñada Elena, por ejemplo, y dudo que pueda ser capaz de comprenderlo enteramente. No creo que sea medible o cuantificable. Lo que sí que sé es que apenas cuatro días antes del incendio ella estaba allí, en el lugar en el que ha pasado siempre los veranos con su familia. Y también que poco después de la desgracia cogió aire con una determinación que sólo mi hermano supo percibir, porque había comprendido antes que nadie que ella iba a acudir a reforestar el paisaje de su infancia en cuanto las autoridades lo permitan.
En toda esta semana he intentado evitar escuchar cualquier tipo de declaración oficial. No he querido leer la prensa, ni ver los informativos, por no toparme con el ministro de turno achacando a los demás sus propias faltas. No he querido oír a miembros de la oposición partidista, ni a tertulianos carroñeros. He preferido fijarme en mi cuñada y su familia. Creo que así es más fácil comprender que el verdadero compromiso político no depende de mucho más que de una distancia que no aparece en ningún mapa: la que separa cualquier desgracia de personas verdaderamente dispuestas a enfrentarla.