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La libertad y los gilipollas

Tal vez nuestro mayor problema no sea que sólo sepamos entendernos con eslóganes, sino que legislamos desde ellos.

Tal vez nuestro mayor problema no sea que sólo sepamos entendernos con eslóganes, sino que legislamos desde ellos.
El exdiputado nacional del PSOE Juan Bernardo Fuentes tras declarar ante la jueza que lo ha dejado en libertad con cargos. | EFE

A veces me tienta pensar que el principal problema que tenemos es que sólo sabemos entendernos con eslóganes. O puede que sea simplemente que no tenemos demasiado tiempo para hacernos entender, así que es más sencillo priorizar conceptos y abogar únicamente por la causa que nos interesa más, pese al riesgo que corremos de que nos malinterpreten en otras tantas. Esto ocurre en cualquier ambiente y por cualquier chorrada. Un amigo se pasó los años universitarios arrastrando el sambenito de culé por el mero hecho de ser antimadridista, lo que le hacía ofuscarse exageradamente al segundo vino gritando cosas como que es mejor vivir en Guatemala que en Guatepeor.

Ocurre también con Tito Berni. Los defensores de la libertad se ven expuestos a una paradoja, pues en el debate acerca de la abolición de la prostitución han tenido que enfrentarse a muchos hipócritas como él durante años, y ahora es muy tentador pasarse de frenada al defenderlos y terminar hasta alabando su lascivia con tal de restregarles sus incoherencias a los burdos moralistas de la izquierda. A mí, sin embargo, de Tito Berni no me gusta nada. No me gusta su falsedad de diputado partidista, esa capacidad suya para asumir consignas y estar dispuesto hasta a prohibirle al resto de la gente lo que él piensa seguir haciendo a sus espaldas. No me gustan sus bajas pasiones, aunque entienda que es un hombre y que es débil. No me gusta ese aura de putero incontinente, paradigma del vicioso que no sabe gobernarse a sí mismo, como para gobernar a los demás. No me gusta que no entienda los peligros de la excesiva intromisión del Estado en la vida de las gentes, ni que, por el contrario, haya disfrutado de las ventajas que le daba el formar parte de sus entresijos. Es un hombre que me genera rechazo, simplemente. Y quiero poder decir que defiendo su libertad para generármelo, pero no por ello voy a dulcificar sus perversiones.

Quizá dónde mejor se haya visto esto en los últimos años sea en el debate acerca de los límites del humor. Los límites del humor están en que algo tenga gracia. Y poco más. No hace falta que aparezca ningún censor para decirnos a todos qué es gracioso y qué no debería serlo. Sin embargo, estar en contra del censor no significa tener que reírlo todo. Yo quiero vivir en un mundo en el que pueda decir que quien cuelga un cartel que defiende el aborto al tiempo que llama a los curas violadores es un estúpido. Alguien que no está dispuesto a pensar ni a debatir honradamente. Y quiero frenarle los pies al primer religioso que se atreva a proponer quemarlo en una hoguera. Quiero poder explicar que hay muchos chistes misóginos, antisemitas o racistas que me parecen hirientemente innecesarios. Y que eso no quiere decir que desee que nadie pueda volver a soltarlos nunca. En el fondo lo que quiero es reivindicar la opción de pensar que el otro es gilipollas, de serlo yo mismo, si se tercia, sin que eso signifique tener que erradicar las gilipolleces que me ofendan. Tal vez nuestro mayor problema no sea que sólo sepamos entendernos con eslóganes, sino que legislamos desde ellos.

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