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Emilio Campmany

Pequeño Grande-Marlaska

Se especula con que quizá haya hecho como J. Edgar Hoover: reunir tanta información inconfesable de tantos socialistas que no puede ser destituido.

Se especula con que quizá haya hecho como J. Edgar Hoover: reunir tanta información inconfesable de tantos socialistas que no puede ser destituido.
El ministro de Interior, Fernando Grande-Marlaska. | Europa Press

Nuestro ministro del Interior aspira a ingresar en el libro Guinness de los récords como el gobernante que más motivos para dimitir ha sumado sin haber renunciado nunca. Supo arrastrar su nombre por el barro cuando, siendo todavía juez y a la vista de la sentencia de Estrasburgo que derogó la doctrina Parot para una etarra, se apresuró a poner en libertad a todo criminal que siguiera encarcelado gracias a aquella doctrina. No lo hizo por blandura imperdonable ni por clemencia irresponsable, que con ser inaceptables en un juez son a la postre debilidades de carácter inevitables si en definitiva están presentes en la persona obligada a juzgar. Lo hizo por congraciarse con el PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero, que había enviado al Tribunal de Derechos Humanos al socialista Luis López Guerra con el encargo de que derogara la doctrina para cumplir el compromiso con la ETA sin tener que arrostrar la responsabilidad política de liberar él a los terroristas. Con los etarras, salieron a la calle gracias a Fernando Grande-Marlaska, un buen puñado de los peores criminales de la crónica negra española. Aquel día, el nefasto personaje, a cambio de echarse sobre su conciencia los crímenes que cometieron quienes se beneficiaron de tan injusta medida, se ganó el derecho a que el siguiente presidente del PSOE lo nombrara ministro del Interior.

No conforme con llegar a tan alta magistratura como remuneración a tan espeluznante servicio, una vez en el cargo se demostró fiel a su cobarde naturaleza, descargando sobre sus subordinados lo que eran exclusivas responsabilidades suyas en la defensa de nuestras fronteras. Se avino a poner al frente de la Guardia Civil, vapuleada institución que ya tuvo que soportar a lo peor del PSOE de Felipe González, a una socialista que ascendió mientras protegía las muchas corrupciones de su marido, de las que ella misma era beneficiaria directa. Violó las órdenes de confinamiento de la pandemia no obstante ser él el encargado de vigilar que los demás las cumpliéramos. Y por último destituyó a un honrado guardia civil por atenerse a su deber y no informar a nadie más que al juez del resultado de las investigaciones que la autoridad judicial le había ordenado realizar. Es éste un asunto especialmente abyecto porque muestra lo vengativo que el ministro se muestra con quien cumple con su deber y lo solícito que en cambio sabe ser cuando se trata de proteger a los corruptos que el PSOE encumbra.

Se especula con que quizá haya hecho como J. Edgar Hoover: reunir tanta información inconfesable de tantos socialistas que no puede ser destituido a pesar de las muchas razones que haya para hacerlo. Valdría aquí lo que McNamara le dijo a Lyndon Johnson del que fuera director del FBI, que más valía tener al indio dentro de la tienda meando hacia fuera que fuera de la tienda meando hacia dentro. Ni siquiera Nixon se atrevió a librarse de él y murió ostentando el cargo. Sin embargo, quizá la verdad sea más sencilla y simplemente ocurra que el pequeño Grande-Marlaska es el perfecto ministro del Interior del PSOE.

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