
No voy a decir que me encantaría una campaña electoral llena de propuestas y planes, dialogando mucho y consensuando muy fuerte medidas para mejorar la vida de los ciudadanos. Tampoco voy a presumir de que comparo recetas como quién compara seguros: ustedes saben tan bien como yo que nadie lee los programas electorales y que si nadie los lee es porque tienen la misma importancia que la talla de zapato del candidato, candidata o candidate.
Dicho lo anterior, hay ciertos límites más allá de los cuales la grosería de las campañas se me hace difícil de aguantar, lo que, unido a que duran meses, hace que llegue –que lleguemos, creo– a estas últimas semanas bastante cansado: al menos a mí la fiesta de la democracia se me hace un poco larga.
Y no ayuda ver cómo, cada día más, cualquier límite ético y toda muestra de pudor desaparecen, en algunos casos tomando formas patéticas, en otros con aires directamente delictivos.
No son los únicos groseros, pero hay que reconocer que los cabecillas de la jarca podemita suelen llevar la desvergüenza y el matonismo unos cuantos pasos más allá. Les aseguro que no soy de los que piensan que cualquiera tiempo pasado fue mejor, pero sí que es cierto que la irrupción de Iglesias y su banda en política ha marcado un rumbo de degradación ética que antes era impensable.
Ponerse camisetas o cubrir un edificio de varias plantas con la foto de un ciudadano particular, ajeno a la política y al que la Justicia ha exonerado de toda sombra de corrupción es una canallada que sólo está al alcance de personas con una mezquindad casi terminal.
Con todo, no sé si lo peor es que unos políticos inmorales y desesperados jueguen así de sucio con tal de amarrar unos votos que necesitan como el respirar –Podemos está a punto de quedarse fuera de la Asamblea de Madrid y eso sería un revés formidable– como el hecho de que, aparentemente, la cosa esté teniendo éxito: hay gente por nuestras calles que lo único que valora en política es que se escupa al rival, preferentemente como el paso previo a agredirle. Y sí, por mucho que la propaganda oficial y la mayoría de los medios diga lo contrario, la mayoría de ellos vota a una izquierda que ha hecho bandera, otra vez, de echar de España a media España.
Y encima los tíos –y las tías y les tíes– se pasan el día denunciando los discursos del odio. Hay que joderse.