El PSOE ha perdido las elecciones y la ultraizquierda ha salido de las principales instituciones autonómicas y municipales, dos circunstancias extraordinariamente beneficiosas para la salud de nuestra democracia. La respuesta de Sánchez a esta debacle izquierdista ha sido llamar nuevamente a las urnas a los españoles, a ver si tenemos agallas para decirle a él a la cara que no queremos verlo más en el Gobierno de la Nación. Porque lo del 23 de julio no son unas elecciones parlamentarias; es un plebiscito para que el cuerpo místico electoral decida entre su persona y un Gobierno con ministros de VOX, cataclismo que, según los medios oficiales, debería espantar a cualquier ciudadano con un mínimo criterio y cierta sensibilidad progresista.
Pero lo que opina Sánchez es una cosa y la realidad otra muy distinta, como hemos visto el pasado domingo. El sanchismo lo tiene todo para desaparecer arrastrando consigo a sus principales protagonistas, lo que daría lugar al surgimiento de un nuevo PSOE que, con seguridad, será aún más destructivo que el actual. El propio Sánchez, heredero de ZP, es la prueba viviente de ello, pero del sucesor de Pedro a título de presidente ya nos ocuparemos dentro de dos legislaturas.
La premura de la convocatoria electoral y lo delicado del momento elegido, en medio del proceso de negociación para la formación de gobiernos de coalición en las autonomías y ayuntamientos, suponen una oportunidad para el resurgimiento de la banda de Sánchez que PP y Vox deberían anular de raíz. Las discrepancias entre los dos partidos del centro-derecha son legítimas, pero hay cuatro años para sustanciarlas, sobre todo cuando el socio natural gobierna en minoría. Convendría que Feijóo y Abascal lo tuvieran en cuenta y templaran los ánimos de sus barones regionales, los únicos que pueden insuflar vida al sanchismo y encaramarlo nuevamente al poder, incapaces como son de dejar pasar una oportunidad de pegarse un tiro en el pie de todos los españoles cuando la izquierda yace en la lona.