No se dice nunca, pero a quien de verdad privilegia el sistema electoral que ideó la UCD de Suárez durante la Transición es a la España interior, agraria, envejecida, subsidiada, tradicionalista, decadente y en acelerado proceso de despoblación. De ahí que el voto de uno de Teruel o de Lugo valga dos o tres veces más que el mío, que sigo empadronado en Barcelona. Y por eso Feijóo, que es un tipo mucho más astuto y con mucha más mano izquierda de lo que se creen todos esos listillos de la pomada, presume tanto estos días de ser un rústico de aldea. Solo le falta ya ponerse una boina.
Feijóo sabe bien que en la España urbana está todo el pescado vendido a estas alturas y que la cosa se va a decidir, si es que se decide, en una docena de provincias olvidadas de la mano de Dios, allí donde la ley D’Hont pierde cualquier mínimo rastro de proporcionalidad para operar de facto como un sistema mayoritario puro y duro. Porque esto no lo vamos a decantar ni en Barcelona ni en Madrid, y tampoco en Valencia o en Sevilla. Esto lo van a decidir unos jubilados con bastón y achaques que echan la partida todas las tardes en el Casino de Huesca y en el Centro Recreativo Parroquial de Soria. Y ahí radica, por lo demás, la gracia del asunto.
Porque el PP, jugando en ese terreno que a priori le favorece tanto (la España profunda es genéticamente de derechas), puede, paradojas de la matemática electoral, llegar a morir de éxito en el envite con cierta facilidad. Porque en, pongamos por caso Zamora, el tercer y último asiento a repartir cabría que le tocase a Vox, en ningún caso a Sumar. Y otro tanto se podría decir de, por ejemplo, Segovia, circunscripción muy conservadora que también reparte tres escaños. Con apenas 40.000 votos, en esos descampados rascas un diputado. Pero, y aquí viene el drama, si Feijóo logra convencer a los jubilados de la partida de que resulta más útil votarle a él que a Vox, Yolanda se puede colar y pescar el tercero para el bloque de la izquierda. El 23 de julio nos vamos a jugar el futuro del país al tute.