
Estos días hay desiertos con más actividad que una oficina y el español procura pasar unos días de asueto por lo civil o lo criminal. El crédito bancario en los meses veraniegos se ha disparado, demostrando lo que nos gusta una buena parranda a cualquier precio. La opción del buen ahorrador es abonarse a eso de carretera y manta para recorrer la geografía nacional, tan densamente poblada de todo tipo de riquezas. Pero en la jungla de asfalto, abandonando su hibernación en esta época estival y lista para aniquilar ese ahorro, acecha el más vil depredador del currito: la DGT.
Cuidado con los nervios y discusiones del primer día; morderse las uñas o besar al ser amado es motivo para pasar por caja. El amor padece durante las vacaciones y la DGT ha venido a darle la puntilla: cuantas menos parejas y más solteros cojan el coche, más multas. Divide y vencerás. En honor a la verdad, tampoco se ve con buenos ojos gesticular y discutir: hay una genuina preocupación por la paz social.
Ojo con las prisas, que uno puede perder los primeros puntos y cientos de euros en esos campos de minas que son las arterias principales de las urbes. Bastan tres pulgadas de goma de neumático trasero sobre la línea del semáforo cuando pasa a rojo para que el VAR actúe de oficio. No había ningún peligro, aún faltaban otros tantos segundos para que se restituyera el tráfico en las demás direcciones, pensará usted. No me sea tan ingenuo, que el peligro es lo de menos. (Estos semáforos no son competencia de la DGT, pero me entienden).
En la autopista te entregas al placer de la velocidad de crucero, procurando olvidar la posible multa. Anda uno rumiando su optimismo cuando llega al primer peaje. La memoria se resiente con los años, pero jurarías que es unos céntimos más caro. ¿No habían salido en la televisión anunciando a bombo y platillo que los quitaban? Sí, algunos, pero tendrá que salir de otros el lucro cesante de los primeros (esto no lo anunciaron tan a bombo y platillo). Y lo que te rondaré, morena, que en 2024 vienen más –"no, no, no, no, no… Bueno, sí" dice la ministra, parafraseando a Homer Simpson–. ¿Pagarán por ellas quienes la usen? Entonces, ¿si no las uso pagaré menos impuestos? Segundo aviso contra la ingenuidad.
Sigues recorriendo esas infinitas rectas de autovías españolas con tu bólido diésel de acelerador fácil cuando te das cuenta de que vas a 130 km/h y se acerca un radar. Frenas y, por esta vez, te zafas del castigo. No por mucho tiempo, porque instalarán radares en cascada para detectar ese frenazo. Piensas que lo más seguro sería no tener que darlo por circular a 130 km/h en un tramo recto de autopista, pero el peligro es lo de menos. En todo caso, reduces a 120 km/h porque los paneles te advierten de la presencia del mitológico helicóptero Pegasus. Aminoras, presa del miedo, sin saber qué temes más: que te cace cometiendo una infracción o que se te caiga encima.
Abandonas la autovía y llegas a la comarcal, para atravesar ese clásico tramo en línea recta a través del páramo. Ya queda menos. O no: para tu sorpresa, divisas un cartel naranja al inicio de la carretera y la encuentras flanqueada hasta el horizonte por cámaras de última generación: un nuevo radar de tramo de 45 kilómetros limita la velocidad a 80 km/h. Por si fuera poco, topas con una furgoneta Citroën C15 de coleccionista y, aunque se arrastra como una tortuga, no puedes adelantarla porque superarías el límite de velocidad de la vía, cosa que antes estaba permitida. Piensas que cuanto más rápido puedas adelantar y menos tiempo pases en el carril contrario, más seguro para todos, pero el peligro es lo de menos.
Y por fin llegas al pueblo, más tarde de lo previsto, agotado, maldiciendo entre dientes esos euros de más que escapan junto con los humos del tubo de escape y significan otras tantas rondas menos en la barra del bar. Consolándote en la pequeña tregua de los días que vienen mientras piensas, atemorizado, en la vuelta a casa.
Es sintomático que la organización encargada de salvaguardar la seguridad en las carreteras desate semejante pavor en el ciudadano. No extraña que los sueños húmedos de muchos consistan en enfundarse el pasamontañas y dedicar la noche a recorrer las carreteras tiñendo radares de negro o rompiéndolos a pedrada limpia. Otros nos conformamos con sonreír si vemos alguno en tal estado –pequeñas maldades que hacen los días más llevaderos–. Cuando cojo el coche no temo a otros conductores, a un diluvio que arrastre mi coche río abajo o a la noche y sus animales, no; temo al Pegasus y su tecnología de última generación, al atraco a mano armada de unos peajes que pago por partida doble, a los hombres de verde escondidos tras los matorrales de la autopista radar portátil en mano y a esa décima del velocímetro que supone la diferencia entre unas vacaciones económicas o ruinosas.
La máquina de tortura inquisidora que es la DGT cumple con las máximas del Estado moderno: una telaraña de normativa y burocracia que da rienda suelta al ansia viva confiscatoria cuando el ciudadano intenta escapar de ella, sufragando así los costes elefantiásicos de las democracias actuales; crear problemas donde nunca existieron para luego vanagloriarse de su supuesta astucia al "resolverlos"; y reducir al pueblo a la categoría de pelele, dictando los supuestos comportamientos adecuados para ahorrarnos pensar, haciendo honor a eso de que el sentido común es el menos común de los sentidos.
Cuando pienso en la DGT, no puedo sino imaginar ese castillo sumido en las tinieblas transilvanas, presidido por un genio del mal de rostro oculto, puño de hierro en la diestra y gato tenebroso en la siniestra, como el mítico malvado del Inspector Gadget, MAD. Solo que, en este caso, ese cuartel general tendría otro nombre: JDT (jó-de-te).
